“Compré ésto (el terreno), no le dije nada a la patrona, casi la mato. Estábamos haciendo (la casa) con un paraguas (…) En este país lo que hice yo no lo hizo nadie. Por eso me dan algún valor a mi, no es repetido, es original. La Gioconda está en todos lados.” Carmelo Vergalito
Lo entrevistamos hace nueve años. Dos o tres veces. La primera en conocerlo y registrar su obra para el proyecto fue Eloísa Ibarra, quien además tomó fotos del exterior y del interior de su casa en Paso Carrasco. Volvimos en más de una oportunidad y también lo visitamos en su otra residencia de la calle San Martín. Nos mantuvimos en contacto un tiempo, y continuamos el hilo de su historia con uno de sus hijos. Entonces Carmelo Vergalito tenía 81 años. El proyecto Arte Otro siguió su hoja de ruta, agregó nuevos artistas, se entusiasmó con otras casas ex-céntricas. Pero este año recibimos la consulta de periodistas que querían contactarse con él y proporcionamos los datos que teníamos. Para nuestra sorpresa a sus noventa años Carmelo sigue creando y ampliando su espectacular residencia de Carrasco. El archivo de Arte Otro conserva fotos de esta casa tomadas por su hijo en los año ochenta, también en los noventa y por el proyecto en el 2008 hasta la fecha. La casa es como un animal fantástico que cambia continuamente sus formas. Su fachada se vuelve irreconocible, sus paredes se levantan y se acuestan. Tenía una calesita en el techo que bajó al jardín y en otro techo una piscina que se convirtió en un huerto. Tenía en su jardín un auto en cuyo chasis se habían incrustado dos capós y parabrisas, es decir, dos carrocerías delanteras, una atrás y otra delante… un colachata sin cola, con las dos “partes de adelante”, por lo que nunca se sabía si iba o venía, o más bien, uno pensaría que el auto siempre venía y nunca se iba….
Criaban animales. Caminaban ocho horas atravesando el bosque con un farol de mano para llegar al pueblo en la mañana a vender los lechones. Carmelo Vergalito (Fossalto, Italia, 1927) trabajó en el campo de niño, y cuando faltó el padre a los 12 años, hizo todas las tareas, desde sacar la nieve a amasar ladrillos, a menudo con 14 grados bajo cero. Luego de la Segunda Guerra Mundial emigró a Uruguay. Y esta tierra le dio todo: trabajo, casa, mujer, hijos. “No había nada que nosotros no pudiéramos hacer. Puedo hacer una casa sin ir a la ferretería, ni a la barraca, sin comprar nada, arrastrando piedras”. De la fuerza de voluntad de Carmelo no se puede dudar. Tampoco de su imaginación artística. El “Castillo Vergalito”o“La Casa de la Miseria” como prefiere llamarla, posee más de 15 habitaciones distribuidas en tres plantas, con piscina techada (hoy convertida en vivero), lucernario, calesita, escaleras y puertas que no conducen a ninguna parte. Laberíntica, guarda numerosos recovecos y pasajes decorados con recortes de vidrios y azulejos.
Una imaginería barroca la hizo crecer hasta mansión, para habitarla luego con figuras esgrafiadas en el revoque de las paredes, a las que acopló también trozos de carrocería, ventanas de automóviles, cadenas y farolas. El portón de entrada posee reminiscencias gaudianas aunque Carmelo nunca oyó hablar del famoso catalán.
Más de tres décadas le llevó la construcción. Ahora acondiciona otra casa en la calle San Martín, que posee un “sillón del Papa” y un faro realizado con centenares de botellas de vidrio.*
* Otro arte en Uruguay de Pablo Thiago Rocca. Editorial Linardi y Risso, Montevideo, 2009.
En su homenaje reproducimos las dos notas que se publicaron este año (2016) y esperamos que la casa continúe en su proceso de mutación.
El discreto encanto de lo reciclado
Para una casa sin nombre**
Cada tanto, al levantar la vista, se hace evidente lo extraordinario. Casas, puertas, rincones originales cobran su verdadera dimensión. Eso sucede en Paso Carrasco con la vivienda de Carmelo Vergalito, un italiano residente en Uruguay desde 1947 que construyó su casa dando rienda suelta a su imaginación y creatividad.
Por Pablo Silva Galván
Lo extraordinario suele convivir con lo normal, lo rutinario, en una dinámica que por lo general no advertimos. La rutina diaria tiende a transformar en habitual todo aquello que por sus características no encaja dentro de las normas y convenciones, ya se trate de personas o cosas. Pero un día, como sin quererlo, levantamos la vista y lo extraordinario, lo extravagante, lo original aparece ante los ojos, disipando la niebla de la rutina.
Eso pasa con la casa de Carmelo Vergalito, afincado desde hace décadas en Paso Carrasco, quien construyó su vivienda con artículos reciclados, con una originalidad que le valió, entre otros reconocimientos, el del proyecto Arte Otro Uruguay, auspiciado por el Ministerio de Educación y Cultura (MEC), y que ahora forma parte del paisaje de esa zona de Canelones, a pocos metros del bosque majestuoso que forma el parque Roosevelt.
Esta vivienda, obra de un aficionado -don Carmelo era pintor, no constructor-, es un verdadero laberinto de pasajes, escaleras, pequeñas habitaciones y grandes espacios, con el marco de exteriores adornados por millares de trozos de cerámica multicolor, balcones, miradores y hasta una piscina en la terraza. Para los vecinos es la obra de un excéntrico, un “viejo loco”, un extravagante, un soñador, un visionario, y es posible que algo de eso, o un poco de cada cosa, albergue el ánimo de este vecino.
Carmelo llegó a Uruguay en 1947, cuando tenía 22 años, procedente de una Italia devastada por la guerra, en donde la pobreza y el hambre eran lo corriente. Era el menor de varios hermanos dedicados a trabajar la tierra, pero como era inquieto, su horizonte iba más allá de esta tarea, y un día emprendió el viaje que lo trajo al Río de la Plata. Aquí trabajó en varias actividades en una quinta, y fue pintor de casas, oficio que le permitió abrirse camino. “Yo fui un privilegiado en este país”, afirma, al recordar los años en los que vivió en el Centro, en los que aprendió un oficio que le permitió ganarse la vida y en el que conoció desde grandes edificios a pequeñas casas.
“Le debo la vida a cuatro personas: a un tío, que me vendió el primer terreno que compré y donde hice mi primera casa; al chofer del dueño de la quinta donde trabajé por 1952, que me dio consejos para el trabajo; a un paisano que me enseñó los rudimentos del oficio y a otro con el que logré los mejores trabajos, los que me permitieron salir adelante”, resumió, al recordar sus años en el país. Esos pasos le fueron abriendo camino. Su primera vivienda, en San Martín y Aparicio Saravia, donde incluso construyó apartamentos para alquilar, ya tenía elementos de originalidad.
Una casa sin nombre. Comenzó a construir la casa de Paso Carrasco a mediados de los años 70, en un terreno ubicado a pasos del Parque Franklin Delano Roosevelt, una zona que por ese entonces era de campos, con pocas construcciones. No hubo planos. Cada tanto, al terminar el trabajo, comenzaba una nueva habitación, un nuevo agregado, hasta llegar a lo que es hoy: un modelo sin terminar y en crecimiento.
En su casa están presentes los elementos que para él constituyen su arte. Originales. “Si siempre repetimos las cosas, entonces no hay arte. Si se copia no es arte”, sentencia, mientras va recordando algunas de las cosas que le dan originalidad a su vivienda, desde una piscina en la terraza a un auto, estacionado en el patio, con dos pisos. Una estatua, portones de hierro trabajado, parabrisas de automóviles, todo mezclado sin orden ni concierto. “Después que los vecinos y conocidos se enteraron de que iba comprando cosas para la casa, empezaron a ofrecérmelas, pero a veces se trataba de cosas inservibles, porque no es cuestión de poner cualquier objeto. Tiene que tener una utilidad. Hay que saber utilizar lo que se tiene, lo que se descarta…”, señaló.
Recordó que comenzó la construcción a base a trabajos que fue haciendo con el tiempo, en particular en su oficio de pintor. “Empecé a comprar materiales para hacer una casa con plano económico. Esa era mi intención. Pero las cosas fueron cambiando. Hice unas piezas en el fondo, para alquilarlas y así sacar una renta”, precisó.
“La gente tira muchas cosas y yo las guardo, porque es algo que en algún momento voy a usar”, dijo sobre los materiales empleados. La finca tiene 25 habitaciones, distribuidas en dos plantas a las que se accede por un enorme portón de hierro que conduce al frente a un corredor y a un garaje, a su vez conectado con la casa, y a la izquierda, directamente a la vivienda. Dos grandes habitaciones, con enormes muebles, sorprenden al visitante. Más allá, salas de diverso tamaño, escaleras, altillos, terrazas, pasajes, un patio y un mirador constituyen un verdadero laberinto. Las paredes están tapizadas de formas geométricas y los pisos lucen diseños de diverso tipo, realizados con millares de trozos de mármol o cerámicas de variadas clases, tamaños y colores.
“Hay gente que me pregunta por qué hice eso; pues, la verdad es que no lo sé. Lo hice. Traigo lo que encuentro y lo empleo para algo útil”, explicó. “Todo es usado en esta casa. Todo. Puertas, ventanas; algunas cosas tienen un valor importante, a otras les he dado valor por el uso y la aplicación que tienen”.
“No sé si es arte. Si uno mira, por ejemplo, los monumentos de los héroes, siempre a caballo, ya no es arte. Desde el monumento a Julio César siempre están a caballo, se reitera la misma idea”, concluye.
La casa de Vergalito tuvo un reconocimiento, años atrás, al ser incluida en el proyecto Arte Otro Uruguay, que contó con los auspicios del Ministerio de Educación y Cultura (MEC). Fue una iniciativa dirigida por Pablo Thiago Rocca que se propuso relevar obras de arte en el campo de la plástica, consideradas fuera de los cánones de la alta cultura o la cultura erudita.
**Nota publicada en Caras y Caretas, el domingo 24 de enero de 2016. Firmada por Pablo Silva Galván
La casa más loca de Carrasco ***
Desde Montevideo en dirección a Canelones, transitando por Camino Carrasco, a poco de atravesar el puente que enlaza a los dos departamentos, unas cuadras hacia el norte, en la calle Vaz Ferreira, sorprende la fachada de una vivienda que más bien parece la escenografía para un film de ciencia ficción. Tiene algo de estación espacial futurista, de observatorio astronómico marciano, y algo de construcción del paleolítico que rinde tributo a Los Picapiedras Pedro y Pablo.
Su proyectista, dueño, y morador junto a familiares y quien es su esposa desde hace 62 años, se llama Carmelo Vergalito. A él no le importa estar a salvo del olvido. Vive cada día sin pretensiones de artista, pero hasta hoy no para de trabajar como un artesano en la fantasía que construyó por etapas, desde la década de 1970, hasta entretejer 25 habitaciones.
Don Carmelo cumplirá los 90 de edad el 16 de julio del próximo año. Llegó a Uruguay el 13 de mayo de 1949, procedente de Abruzzi. Vivió en diversos barrios, en República y Hocquart o en la calle Arrayán hasta que en 1957 consiguió un terrenito en la Avenida San Martín. "Ya en el 63 vivía de rentas, mire qué napolitano, hay que tener el que te dije, ¿eh?", recuerda entre risas.
"El artista nace, no se hace, es mentira. Yo no sé si soy artista o qué. Estuve en Asia, América del Norte, en Canadá, Buenos Aires, España y bueno, varias veces en Italia después que me vine. Y esto que usted ve no existe. Es un cero al lado de otras obras, pero este cero no lo ve en ningún lado. No existe", sentencia Don Carmelo. Por 1952 no le fue bien como quintero medianero. Lo que debía pagar al dueño de un campo en Malvín Norte casi no le dejaba para sobrevivir. Fracasado el emprendimiento en el cual lo acompañaron un hermano y un cuñado, y también su intento de ser feriante, Carmelo se fue a rasquetear y pintar paredes con un amigo calabrés que tenía 40 años cuando él 27 y hacía 5 que estaba en Uruguay.
Esta labor le permitió aprender a construir, solo mirando. En 1957 Carmelo ya había despegado, como le gusta decir. Realizaba trabajos por su cuenta. "Yo aprendí de tipos que saboreaban el trabajo", confiesa. La idea de insertar en las paredes y pisos trozos de cerámica de distintas formas, colores y tamaños, o restos de mármol, surgió cuando vio la casa "pituca" que se estaba haciendo un amigo sastre, en el barrio Unión, en la calle Joanicó y Pan de Azúcar.
En una pared aparecía calado el mapa de Uruguay y entre los ornamentos había una golondrina grande con sus alas abiertas como si fuera un águila. "Yo veía que ponía chirimbolos en la estufa a leña, con baldositas escalonadas. Yo me defendía con la pintura pero no era por esa época albañil. Y bueno, un día empecé a sacarle el jugo a las piedras. Lo que usted tira yo lo uso, le veo algo a cualquier recorte que va a parar a una volqueta", dice Carmelo.
El mismo humor jorobón que demuestra para pedirle al cronista que no olvide que su apellido termina en "lito", Carmelo lo expuso en la inclusión de artefactos y chatarra en su vivienda, por ejemplo las mitades enlazadas de dos autos que los dejan avanzando hacia puntos opuestos, la ventanilla de otro coche que se abre desde el interior de la casa con la manija original que sirve para bajar y subir el cristal, los caños que simulan telescopios o la escultura amorfa de un humanoide que posa en el jardín y al cual Carmelo presenta entre risas como su otro yo, una obra que hizo hace 7 años.
Desechos. En piezas de su casa laberíntica, "en donde no moleste", él va acumulando materiales de desecho, desde maderas chamuscadas que se sacó de encima una barraca hasta trozos de rejas. "Ahora estoy haciendo apartamentos con esta porquería; ya hice tres y van tres más", cuenta Carmelo. En la casa de la Avenida San Martín que terminó arrendando, un día llegó a instalar sobre la azotea lo que denominó "El sillón del Papa". Allí, con 2.000 botellas también levantó algunos muros. "Ya ni sé que habrán hecho los inquilinos ahora", sostiene sin parecer demasiado preocupado.
"Yo era un tipo que no perdía oportunidad, no se necesita ser muy inteligente, hay que tener voluntad. No es verdurita. Pero lo que hice del 2007 para acá no lo hice cuando tenía treinta años", comparte Carmelo en un castellano que conserva el acento tano.
Manos a la obra. "Si usted me da cal, arena, agua y piedras, le hago una casa", se compromete. Pero hay que conseguir un buen predio, que permita ir a tres metros bajo tierra y armar los cimientos para lo que serán paredes de tres cuartas de ancho, unos 60 centímetros. A lo largo de los extremos de la "zanja" se coloca la lasca o laja, fragmentos delgados de piedra, que si proceden de Minas, mejor, inigualables, sentencia Carmelo Vergalito, mientras gesticula con el espíritu grecolatino de un histrión.
Entre esas lascas van cascotes, piedras macizas, y la argamasa de cal, arena y agua. Mucho antes de la aparición del cemento, ese conocimiento llegó a Italia desde Grecia. En una recorrida para observar más detalles de su casa desde el exterior y explicar en qué consiste esta y aquella otra pieza adosada, el constructor y este cronista caminan entre las veredas pastosas sobre las que no falta la arena, tan a flor de tierra en la zona.
Por la cercanía con el aeropuerto de Carrasco, de pronto un avión sobrevuela el lugar, pero a intervalos más estrechos interrumpe la calma un helicóptero de vigilancia. En una ocasión, Carmelo mira al cielo despejado, en una jornada de sol que se extrañaba desde hace meses. No oculta los ojos brillantes y brillosos de un gato perturbado por el vuelo de aleteo de una paloma.
—¡Cuántas partes de ese helicóptero le caerían a medida a su casa!— da la impresión que sueña Carmelo, antes de quejarse un poco de la humedad que en el Plata entumece los huesos.
Extraña de Italia aun los fríos invernales, porque el clima es seco. Más allá de eso dice que por lo que conoció en muchos viajes, Uruguay "es el mejor país del mundo".
En busca de aire. Carmelo salta de un tema a otro, en ocasiones se va por las ramas, pero lo que cuenta termina vinculado al motivo de la entrevista. Recuerda que su padre zafó de alistarse como soldado para estar al servicio durante la Primera Guerra Mundial debido al consejo de un pariente mayor. Se tomó un mejunge amarguísimo cuyo principal ingrediente era un toscano cortado en pedacitos.
El brebaje resultó efectivo para el fin perseguido, pero además de altísima fiebre le terminó afectando un pulmón. Dos por tres, aquel joven que años después sería su padre debía abrir una ventana para respirar aire puro. Tal vez por eso la casa de Carmelo tiene tantas ventanas.
Algo más que un arte fantástico e inverosímil. Al igual que el arquitecto estadounidense Michael Reynolds, apodado el "guerrero de la basura", Carmelo Vergalito aprovecha materiales desechados, pero como creador espontáneo no se ajusta ni a la bioconstrucción ni a los modelos de casas autosustentables. Su vivienda es un hogar singular, rodeado y cubierto de piezas que conforman un conjunto espectacular para unos, inverosímil para otros.
Refiriéndose a Carmelo y más creadores que es difícil encasillar, el investigador Pablo Thiago Rocca afirma en su libro Otro Arte en Uruguay, que si ellos acumulan "lo hacen por un sentido de riqueza que no es nada ´económico´. Es la riqueza de lo diferente, de lo caleidoscópico y de lo imposible hecho realidad". En su casa excéntrica, Carmelo aprovechó todo y de cada objeto recobró "una nueva vida, que trasciende los usos decretados por la arquitectura convencional". La rareza de la casa "no radica en algún tipo de extravagancia o de absurdo", sino que es "ex-céntrica" por hallarse "fuera de los parámetros de producción irradiados desde las metrópolis y sus filiales, que ordenan la construcción masiva, uniforme e iterativa de nuestras viviendas, todas parecidas entre sí", evalúa Rocca.
Viviendas raras que nacen del esnobismo. La aplicación de trozos de cerámicas desechadas, de diversos colores, sobre paredes y pisos, es un recurso que aparece en una vivienda de San Pablo, Brasil, también laberíntica y no construida tampoco con planos, ni supervisada por un arquitecto, sino erigida por el jardinero de oficio Estevao Silva da Conceicao.
Sus espacios interiores son más intrincados que los de la casa de Carmelo Vergalito, se asemejan a una cueva con columnas que simulan árboles, a lo Gaudí, representante del modernismo catalán. Y en lo decorativo incluye, por ejemplo, piezas enteras, platos de loza o tazas. Pero el espíritu del reciclaje puede compararse.
Navegando por internet hay múltiples listas de viviendas extravagantes. Sin embargo, la mayoría no pasa de plasmar una ocurrencia y ser pura novelería. Por ejemplo, una casa con forma de barril, otra con forma de zapato, o de pelota de fútbol, de canasta de picnic, de tetera, o de nave espacial más parecida a una escenografía de Carnaval que a una obra habitable. Rastreando un poco más, puede hallarse una vivienda que aprovecha el fuselaje de un avión, montado sobre columnas de piedras. Pero en cada caso, puro esnobismo.
*** Nota publicada en el diario El País el 14 de agosto de 2016 firmada por Carlos Cipriani López.
Las imágenes son del archivo del proyecto Arte Otro en Uruguay.
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