Nadie imaginaría que detrás de un comercio de artículos para el hogar, cuya
larga vidriera se ofrece a una calle céntrica de Carmelo, se esconde un museo. Como
un reverso fantástico del mundo de los electrodomésticos, las lámparas y la bijouterie
importada, el museo de tallas de madera de José “Pepe” Castro (Bueu, España,
1939) queda en la parte de atrás y es
la parte de atrás de la tienda. Un universo de imaginería desbordante surge del
fondo como desde un sueño. Más al fondo aún, separado por un breve jardín, se
encuentra el taller carpintero de donde sigue brotando el acervo. Y arriba está
la casa habitación de la familia Castro, aunque el museo trepa también por
escalinatas de madera y amenaza con copar la vivienda. La imaginación y la
memoria de Pepe no paran de trabajar. Ni sus manos. “Todas las mañanas dibujo acá en estas libretas”, me cuenta mientras
andamos por los recovecos de su museo particular.
Noticias del tambo.
Conocí a Pepe
Castro en un paraje rural de San José, hace ya una década. Administraba un
tambo con su mujer. En los galpones guardaba unas enormes esculturas de viejos troncos
de fresno en los que había tallado durante meses una miríada de seres humanos
trepando sobre sí mismos. En aquel entonces, un galerista amigo había dado con
él y me llevó a que lo conociera, pues le estaba preparando una exposición en Punta
del Este. No sé si debido a su febril actividad o gracias a un humor picaresco siempre
pronto pero el hombre goza de una vitalidad increíble: aparenta, fácil, 20 años
menos. Pepe me contó que provenía de una
familia de carpinteros gallegos. Su padre era carpintero y conserva un hacha que
hizo su abuelo. Cuando tenía 17 años se vino en barco y se radicó en
Montevideo. Trabajó en ebanistería haciendo muebles de calidad, especialmente
sillas. Dedicaba muchas horas al día a labor pero concede que Uruguay lo recibió
bien. Se podía dar el lujo de comprar hasta tres diarios por día –para seguir
las historietas– e ir a los carnavales que eran “fabulosos”: ambos recuerdos guardan estrecha relación con su obra. Su
principal ocupación consistía en que le daban los modelos importados de Europa
y él los reproducía. Como inmigrante asalariado no disponía de tiempo para una
formación institucional, así que dibujaba por su cuenta y un docente de ANCAP
vio que tenía condiciones y lo alentó a incursionar en el arte. Todo marchó más
o menos bien hasta la crisis del 2002 cuando las carpinterías importantes de la
capital cerraron y según sus palabras, “sólo
quedaron las malas”. Luego vino la
aventura del tambo, pero también se hizo insostenible.
Un futuro en Carmelo.
Es difícil imaginar cómo realizó la mudanza a
Carmelo. Esa ciudad fluvial seguramente favoreció su crecimiento, como si las
tallas hubieran echado raíces y tendido ramas, pues parecen más frondosas y
multiplicadas. También comenzó a agregarles color. Hace un lustro lo visité y el
lugar ya comenzaba a rebosar pero aún no había inventado el museo. Recuerdo que
reparé en un relieve sobre el tema la dictadura, donde, además de las torturas,
los vuelos de la muerte, los robos de niños y otros desmanes de los militares,
talló la ejecución sumaria por parte del MLN del peón Pascasio Báez. Las tallas
de Pepe son, especialmente los relieves, muy narrativas. Reproduce con mínimos
elementos plásticos monumentos, edificios y personajes reconocibles. Posee un
gran poder de síntesis. Además, dispone de un criterio de la organización muy
acusado, llenando completamente los intersticios de las obras y
compartimentándolas con innumerables cajoncitos, puertitas con bisagras y
ventanucos. Recoge elementos de la imaginería religiosa popular y de la
tradición celta y gallega –con figuras medievales y los santos, en especial
Santiago de Compostela–. También se ven las cuestiones del momento como discusiones
entre políticos uruguayos. La muerte está muy presente en lápidas, cruces y el
típico personaje cadavérico con la guadaña.
Dios y el diablo en el taller.
Además del impulso narrativo las obras
poseen un carácter de reversibilidad y de parte oculta, de historias que hay
que ir sonsacando. No nacen de la mera fantasía. Es un arte descriptivo subordinado
a los recuerdos conscientes, aunque estos puedan ser tan fantásticos como la
realidad del siglo bisagra que le tocó vivir. Así, por entre las piezas asoma Doña
Julia (Lafranconi), la gran contrabandista de la isla Juncal. Y un poco más allá, la prostituta Pocha, que
está seduciendo con un gesto de rebeldía impúdica a un clero en celo, a los
castos y los hipócritas en general. Y a dios le cuelgan las pelotas. Esto último
nace de una anécdota que vivió de niño: “Yo
vi que me padre estaba mal, como turbado, sabes, casi a punto de llorar. Nunca
lo había visto así. Esa noche me quedé pensando. Y a la mañana siguiente lo
encaré. Son las preguntas que puede hacer un niño. Tenía seis años y había
caído la bomba atómica en Hiroshima. Y yo le pregunté a mi padre, ¿Pero por qué
no pudo Dios con la bomba atómica? Y él, ¿sabes lo que me respondió? «Es que le
pesaban mucho los cojones».” Tal cual lo cuenta, tal cual lo lleva a la
madera: un dios boludo que no llega a atajar tiempo a las bombas que llueven
del cielo.
La religión marca buena parte de la producción del artista. Dios y el diablo pelean y el diablo lleva las de ganar. Hay una pieza que es naïf y conceptual a la vez. Pícara y terrible. Es un relieve de madera cual máscara fija donde calza justo un rostro que se eleva sobre una silla. El observador –y Pepe invita con un gesto a participar– debe sentarse y ajustar su cara en ese rostro hueco para atisbar al interior de una caja oscura. Y allí, con su cara apretada debe presionar un botoncito al costado: entonces se enciende una luz roja y aparece el rostro de un diablo con cuernos y ojos desorbitados. Pues, con el viejo truco del espejo al fondo de la caja, lo que tú ves metido allí dentro es que te has convertido en el demonio mismo. La máscara en el espejo es burda, como de carnaval, pero el realismo de tus ojos asustados la torna convincente.
La casa de enfrente.
Avanzamos hacia el primer piso. El artista ha
dispuesto copas con agua para mantener la humedad ambiente y evitar que la
madera se reseque. No deja de parecer sin embargo que aquello es como una gran
celebración, como si toda esa imaginería estuviera a punto de brindar su propia
vivificación, lo que podría ser macabro.
Hay una pieza que narra sucesos que acontecieron en la casa de enfrente
de su infnacia. Historias que conoció o vivió cuando su familia adquirió
aquella casa para repararla y arrendarla. El dueño se había suicidado
arrojándose de la azotea, algo que se registra plásticamente en la escultura,
con un hombrecito de brazos extendidos y en puntas de pie en la cúspide de la
casita abierta, como de muñecas. “Era
idéntica a mi casa, así de tres pisos, bien enfrente. Salvo que la mía no se
estaba cayendo. Aquello era solo de las polillas y mis hermanos mayores la
fueron arreglando. Debajo estaban los animales de corral, las gallinas y
también debajo, en el sótano, al costado de los corrales, había un cementerio
con tres túmulos que yo vi a los 12 años. La mujer, la hija y la hermana del
hombre que se había suicidado, estaban allí enterrados. Y yo vi todo eso, me
metí con una vela.” Pepe cuenta que subió otro día hasta el tercer piso,
cuyos escalones se iban destrozando a su paso y por bandido, porque era muy
travieso, aserró la mano de un cristo. “Aquella
era una casa de imágenes, ¿sabes? El hombre tallaba imágenes religiosas.” Pepe
niño tomó la mano dura del cristo y la llevó a su cuarto, donde también dormía
su abuela. “Aunque mi abuela no sabía
leer ni escribir se sabía todos los rezos, las letanías y esas cosas. Bueno,
cuando mi abuela vio aquel miembro de madera se horrorizó, no paraba de rezar y
me pedía que por favor le devolviera la mano al santo. De modo que un día le
dije que sí, que la había vuelto a colocar.” Pero no fue así.
Pepe descree de la religión y de la política pero simpatiza con las ideas de izquierda. Posee esa rebeldía anárquica que lo conduce al humor o a deschavar la crueldad de los hombres. “Yo vivo acá, en esto, no me importa el tiempo. Porque sé que estas esculturas las puedo hacer como quiero. No tengo limitaciones.” En verdad, la destreza técnica del artista es sorprendente y lo ha llevado muy lejos, como al World Wood Day de Xianyou, en China, un festival internacional de talla en madera. “En China tienen escultores con una técnica que no hay acá ni en ninguna otra parte del mundo. Son genios. Pero ellos están dale que dale con el Buda. Se repiten. Por eso cuando fui me compararon todas las piezas. Ésta, por ejemplo, no es para cualquiera.” Y el artista me enseña un ensamblaje complicado con personajes suspendidos por alambres volando alrededor de una torre medieval. La había vendido en Asia y decidió volver a realizarla. Le cuesta desprenderse de las obras. Incluso empezó a atender a los visitantes que comenzaban a llegar a su museo a pedido de su compañera, que administra el comercio, principal soporte económico de la familia. “La gente me pregunta cuánto sale. Preguntan por preguntar. Yo les digo que no las vendo. ¿Qué les voy a decir? ¿Qué sale mil dólares, 500, 30 mil? Si igual no hay plata. Lo único que van a decir es que cobro muy caro.” Hace un tiempo las cosas estaban mejor pero la crisis en Argentina repercutió en toda la zona y en los turistas. Eso no evita que siga creando. El museo guarda unas 1200 piezas, aunque no las ha contado todas. “No hay en el mundo un museo como este”, asegura Pepe sin modestia. Y tiene razón.
Nota publicada en Semanario Brecha de Montevideo, 23 de noviembre de 2018, por Pablo Thiago Rocca. Las fotografías corresponden al autor, con la salvedad del retrato frontal de José Castro, cortesía de la Galería Sur.
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