La repentina muerte de Alda Pereira (Tacuarembó, 1945 – Rivera, 2019) dejó trunca una carrera artística que, si bien tardía, sobresalió gracias a una fuerte personalidad y unas grandes ansias de comunicar.
Autodidacta, naïf a su peculiar modo, Alda sufrió al principio la incomprensión del ambiente artístico tacuaremboense, pero de a poco se fue imponiendo con su gran sentido del humor.
“Nunca pude hacer lo que me gustaba, siempre tuve que hacer lo que me pedían cuando era estudiante de Magisterio. Odio las flores de la estrella federal, rodeadas de un paño que nos colocaban como modelo”, le comentaba a Fernando Stevenazzi, artista amigo que fue su guía inicial –solo en cuestiones técnicas, no de contenidos– y que nos la presentó hace un lustro. Se había jubilado de maestra e inspectora de Primaria, tenía formación en pedagogía y en sociología.
Ya de mayor comenzó a desplegar una pintura atravesada por el humor y la ternura, contagiada seguramente por el trato de tantos años con los niños. “Me interesa el humor y lo cotidiano, trabajar con un color vivo que a los gurises les llame la atención.”
Con una natural impronta narrativa, Alda buscaba una solución diferente para cada historia, que en general plasmaba en lienzos de pequeño formato. La audacia de sus planteos descolocaba a los amantes de los academicismos y las proporciones equilibradas.
El salto de escalas de En la mesa posee un aire iturriano –por Ignacio Iturria, aunque Alda desconociera la obra de este famoso artista uruguayo–. En esta “mesa” sitúa a una veintena de niños diminutos que realizan travesuras mientras que una lámpara los baña con una extraña luz en forma de cuentas de vidrio. Más extraña aún es la “pared de agua” que se le ocurrió pintar al fondo, un recurso absolutamente inesperado e inexplicable hasta por su autora.
La gallina azul es un hermoso motivo inalcanzable, es como la flor azul de Novalis pero trasladada al lenguaje suburbano. Para tornar más impresionante e inaccesible a su gallinita añil, reprodujo dentro de la pintura el barroco marco de yeso patinado que había elegido para enmarcar la tela, logrando una graciosa “puesta en abismo”. En Los de arriba y los de abajo, reflexiona con ironía sobre la movilidad social, colocando en plena calle a personajes que deambulan, unos boca arriba y otros boca abajo.. a ambos lados las aceras están pintadas en sentido inverso, abatidas, de tal manera que el cuadro con sus dos cielos puede ser colgado en uno u otro sentido. El dramático fin de la bailarina Isadora Duncan –que murió estrangulada por su chalina al enredarse en los rayos del auto deportivo en el que viajaba a gran velocidad–, está trabajado con un sutil registro simbólico. Aves levantan vuelo liberadas por la chalina que ondula al viento, una puerta se abre al vacío y el coche pisa una alfombra de agua con ruedas aladas… se genera una suerte de prolepsis narrativa (un anticipo figurado de lo que le sucederá). Alda buscaba vencer las limitaciones de su medio expresivo, enfrentado cuestiones que iban más allá de la pintura-pintura e incorporando conceptualismos a su estilo ingenuo de dibujo. En el fondo, toda su obra es una suerte de aventura pedagógica, exenta de retórica. Su mirada se nutría de acontecimientos cotidianos para interpelar, desde una nueva perspectiva lúdica, su propia realidad. En cada historia los personajes, sean niños, adultos, animales o plantas, parecen revelarse y rebelarse mediante el movimiento y el juego, para asumir las prerrogativas de su libertad.
Recibió críticas positivas en la exposición Arte naïf en Uruguay en Fundación Unión (Montevideo, 2015) y con su participación en la muestra Arte otro en Uruguay en su tierra natal (Museo de Artes Plásticas de Tacuarembó, 2017), obtuvo un espontáneo reconocimiento “en vivo” el día de la inauguración. Echaremos en falta su fino sentido del humor y su imaginativo ingenio, tan necesario en estos tiempos.
Nota publicada en el Semanario Brecha de Montevidoe, el 7 de junio de 2019.
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