Hace poco más de un lustro, en el marco del proyecto Arte
Otro en Uruguay, conocimos a José “Pepe” Castro, cuando vivía en un paraje
rural en San José. Su obra ha seguido creciendo y madurando como un gran árbol que nos regala sus frutos abundantes. Llegan nuevos trabajos y con
ellos los reconocimientos, como la reciente invitación a participar del
Internacional Woodcarving Art Festival en Beijing. Su obra actual se aventura
en el color y su taller se ha mudado a Carmelo, en el departamento de Colonia.
Pero más allá de estos cambios propios de un natural proceso vivencial y
creativo, creemos que lo escrito para el catálogo de su muestra realizada en Galería Sur en
enero de 2009, se mantiene con plena vigencia. *
Árbol aluvional:
José Castro y la imaginería del inmigrante.
Pertenece, al igual que Salustiano Pintos (Yerbal Patos,
Brasil 1905- Montevideo, 1975) y Wilfredo Díaz Valdéz (Treinta y tres, 1932),
al reducido grupo de artistas uruguayos de excelencia que se acercaron a la
escultura en madera de forma autodidacta (pero con un manejo previo de oficios
relacionados). El universo simbólico de “Pepe” Castro, sin embargo, dista de
estos precedentes porque parte de un contexto social y de una visión del mundo
diferentes.
José Castro nació en Bueu, una pequeña localidad en la
provincia de Pontevedra (Galicia, España) conocida por sus actividades de pesca
y marisqueo. El año de su nacimiento, 1939, coincide con el fin de la guerra
civil española y el inicio la Segunda Guerra Mundial. José proviene de una
familia de carpinteros: continúa la vocación de su padre y acompaña la de su
hermano. Conserva incluso un hacha que hizo su abuelo paterno de la época en
que todo el mundo se confeccionaba sus propias herramientas. Hacia 1946, con 17
años, debió emigrar para radicarse en Montevideo (en barco, como tantos
europeos acosados por la pobreza) y desde entonces trabajó en ebanistería,
confeccionando muebles de calidad. Se dedicó especialmente la fabricación de
sillas: le mostraban los modelos importados de Europa y él los reproducía con
lujo de detalles. Fue difícil ganarse la vida como inmigrante pero el país lo
recibió en un momento de prosperidad. En aquella época solía darse el gusto de
comprar hasta tres diarios por día para seguir con fruición las tiras cómicas,
y recuerda aún vivamente los lujosos carnavales: dos hechos que resultarán
significativos a la hora de analizar su ulterior desarrollo artístico. Trabajó
en el oficio hasta la crisis del año 2002, cuando las carpinterías más
importantes quebraron.
El tronco. Castro no
pudo disponer de su tiempo para una educación formal completa. Nunca concurrió
a escuelas de pintura, talleres de escultura o academias de artes. Pero siempre
dibujó a cuenta propia y se pagó clases particulares de dibujo técnico. Llegó
incluso a recibir lecciones en la casa de los mismos docentes que lo alentaron,
pero siempre como una actividad secundaria, luego de concluida la jornada
laboral. Hacia el año 1960 comienza a trabajar en su arte. Se sirve de todo
clase de maderas: fresno, cedro, anacahuita, quebracho, lapacho (la mayoría son
especialmente duras). Ciertas obras le demandan años: “La escalera humana”, por
ejemplo, es una pieza única tallada alrededor de un gran tronco de fresno en
forma de horqueta, en donde innumerables figuras desnudas parecen trepar una
sobre otra rodeando el tronco y como desprendidas de éste. En general respeta
el color de la veta, y únicamente emplea tintas o barnices para pronunciar
ciertas entonaciones naturales de la materia. En algunos casos ha remarcado el
blanco que ya traían las tablas -de viejas pintadas- con un poco de cal,
consiguiendo un efecto que no desdice la antigüedad de la pieza original. En
viejos durmientes que ha incorporado a sus ensamblajes (“Don Quijote”) prefiere
dejar a la vista los rudos manchones de aceite que dejaron a su paso los
trenes: “esa parte –asegura- es más dura que el metal”. En otras piezas lleva a cabo innumerables
incrustaciones, escondrijos y compartimentos tallados dentro de los cuales
dispone macaquitos de madera, calaveritas de plástico, billetes y otros objetos
diminutos: son como los exiguos depósitos –relicarios profanos– que el
inmigrante procura para mejorar su condición o poder retornar a su patria. Pero
a la postre el sentido del ahorro cambia, dejan de ser un respaldo económico
para transformarse en una estrategia emotiva de supervivencia. Así se guardan
los trofeos afectivos, los juguetes, los vestigios de un tiempo en que la
felicidad dejó misteriosamente su huella en los objetos más triviales y diminutos.
Las raíces. Castro
posee una personalidad de sorprendente vitalidad, con un sentido del humor muy
singular. En su acento conserva las trazas de su lengua materna, pero en lo que
respecta a las influencias artísticas, asegura no conocer referencias. Los
temas salen de su imaginación y de la observación cotidiana del entorno. Por
supuesto que para reproducir una cabeza de Albert Einstein o el rostro de Ruben
Rada debió mirar una revista y tomar el motivo. Pero su arte nace de la
necesidad imperiosa de expresarse. Trabaja doce horas por día y así se logra el
número, el tamaño y el detalle sorprendente de su producción. “Soy de mucha
exigencia. Hago lo que yo quiero. El trabajar en esto y de este modo me da a mi
una ventaja contra otras personas que están muy limitadas”. Se le
nota un gran orgullo y consideración hacia su trabajo. Virtuoso de la técnica,
logra un desbastado rústico pero preciso cuando lo desea. Las formas quedan
compactas, contundentes. La mayoría del proceso –la talla, obviamente– es enteramente
manual. Posee varios baúles ahítos de herramientas viejas y personalmente ha
confeccionado algunas de precisión.
La copa que canta.
Las tallas de Castro son, en especial los bajorrelieves, muy descriptivas.
Narran historias, no de un modo secuencial como se puede leer en el cómic
moderno, sino de manera sincrónica, total, como lo haría un observador
omnisciente (la figura de Dios, tan cara al arte popular tiene también aquí un
registro posible). En un relieve sobre la dictadura uruguaya, además de las
torturas, los vuelos de la muerte, los robos de niños y otros crímenes
cometidos por los militares, talló la ejecución sumaria del peón Pascasio Báez
por parte de los Tupamaros. En “La Historia del mundo” aparecen desde
personajes como Buda y Darwin hasta diferentes medios de transporte de varias
épocas y especies animales extintas. Reproduce con mínimos elementos plásticos
los monumentos históricos, edificios que llaman su atención y personajes
reconocibles, y llega a rizar el rizo con una asombrosa reproducción
tallada en dimensiones mínimas de “El Guernica” de Picasso. En ese sentido, en
el poder de síntesis descriptiva, es un dúctil dibujante con un criterio de
organización espacial muy acusado: le place compartimentar, llenando
completamente los intersticios de las obras. Recoge elementos de la imaginería
religiosa popular –santos, diablitos, calaveras–, popular urbana (homenaje al
Montevideo del 50), de la tradición celta y gallega, muy reconocible en las
figuras de los guerreros, templarios y santos, en especial Santiago de
Compostela: aparecen, entre columnas, como sostén en el margen inferior de las
piezas (cuando se le interroga por esta rara inclusión responde que es sólo por
motivos decorativos, “¡Tiene que gustar!”,
añade riendo). También se aprecian en sus relieves los viejos “cruceiros” que
parecen tumbas elevadas, pero que representan en verdad las construcciones que
se emplean para almacenar granos –llevan cruces en la cúspide– y que son un
símbolo de Galicia rural. No faltan entre sus motivos las grandes cuestiones
del momento como el derribamiento de las Torres Gemelas: en lo alto de los
edificios conversan Bin Laden y George Bush (personaje que reaparece en varias
ocasiones con cuernitos y cola de diablo). La muerte está siempre presente en
forma de lápidas, cruces, calaveras o el típico personaje con la guadaña... La
picaresca se denota, ora en un sentido satírico como en el hermoso “retablo” con escenas eróticas, ora en
un sentido surrealista como en la pieza relativa a los que emigran a España y
caen en paracaídas: algunos se estrellan contra el suelo, otros planean en
bicicleta, otros quedan colgados de los árboles. A veces, lo surreal llega con
la realidad noticiero: un domingo en Montevideo es representado con una pelea
en el Estadio Centenario a la vez que con una marcha de protesta con carros y
caballos frente al Palacio Legislativo. Un motivo recurrente es la torre de
Babel, incluso una escultura como “El Arca de Noé”, poblada de preciosas
figuras de animales que ascienden la colina, guarda también esa forma de cono
trunco e inacabado.
Los grandes retablos o tallas en bajorrelieve parecen
puertas que se abren a un mundo de historieta ilimitada, que se regodea en las
aglomeraciones, en las desdichas y fortunas del hombre. En la vasta producción
de Castro se respira esa idea coral y escatológica, de caos y muchedumbres
sujetas a destinos y azares diversos. Múltiples tradiciones convergen en sus
tallas. Como un verdadero inmigrante que se realiza a sí mismo, su obra
sincretiza una imaginería aluvional, recoge pasado y presente, observa y
critica la realidad con un sentido vitalista y descriptivo avasallante.
Pablo Thiago Rocca,
Salinas, Diciembre 2008
* Galería Sur, Punta del Este, Ruta 10 Parada 46. Maldonado
(Uruguay). Agradecemos a sus directores Jorge Castillo y Martín Castillo, la
reproducción de las imágenes que acompañan el texto.
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