¿Arte popular versus arte culto?


Correspondencias, préstamos, apropiaciones.

El parentesco formal entre las obras de artistas consagrados y las obras de creadores autodidactas es muy compleja. Y viceversa: las obras de creadores sin formación enraizados en las corrientes populares, en relación a aquellas que han sido concebidas en el marco de una educación institucionalizada y mal llamada“culta” conocen una historia intrincada, con caminos de ida y vuelta. Un breve repaso por ejemplos de uno y otro lado de estas expresiones que no son necesariamente opuestas pero sí conocen una génesis y entornos de producción distintos, nos revela un terreno fascinante surcado por relaciones sutiles y asociaciones inesperadas.



Hay, en muchos casos, una admiración recíproca. Quienes aprenden por sí mismos, sin maestros, con los recursos y medios que tienen a su alcance, en ocasiones se maravillan al conocer las piezas de los “genios de la historia del arte” y recelan de sus conocimientos depurados. Por otra parte, artistas profesionales que viven de su arte, que exponen en galerías y museos y tienen acceso a abundante instrumental formal y teórico, fatigados de la elegancia técnica y de los refinamientos conceptuales, envidian la espontaneidad y la frescura de los artistas autodidactas, su sentido de la practicidad, su concepción a menudo sintética y brutal. 

Las fronteras entre estos fenómenos artísticos disímiles, o que surgen en condiciones muy distintas, suelen ser porosas y, por tanto, más que hablar de cruzamientos entre esas fronteras –que los hay– o saltos –que también hay– sería más apropiado pensar en términos de correspondencias. 

El relevamiento de obras de arte brut y naïf en Uruguay 1  nos ha llevado a menudo a conocer las dos caras de esta moneda y a sorprendernos de la afinidad profunda, no en los resultados materiales sino en el entusiasmo compartido por ambos “bandos” y en el similar rechazo que opera en uno y otro, respecto al trabajo de sus pares.
 

Cuenta la artista y a la sazón crítica de arte María Freire (Montevideo, 1917-2015), que a principios de los años setenta una admiradora regaló al artista autodidacta y pescador de La Paloma, Alfredo “Lucho” Maurente (San Carlos, 1910 – La Paloma, 1975) un libro con ilustraciones del famoso artista naïf francés, el aduanero Rousseau (Laval, 1844-París, 1910). En aquel momento no acusó recibo del obsequio “que por lógica a Lucho le resultaba más inaccesible que los cuadros de Blanes”.2

Lucho Maurente es un claro ejemplo de artista calificado de ingenuo pero que no se consideraba como tal y que se aplicaba con mucho tesón a su propio desarrollo técnico, como lo prueba una serie de dibujos preparatorios para sus pinturas.3

Lucho no improvisaba y, como lo declaró en alguna entrevista, se servía de la copia de revistas y libros de arte. Impactante es la versión de Adán y Eva que llevó a cabo en una tela de grandes dimensiones basándose con toda probabilidad en una reproducción de la pintura de Tiziano, La caída del hombre (c. 1550) del Museo del Prado de Madrid. 4


Al artista autodidacta le interesa, en especial, el costado erótico de la escena, y rescata el recurso simbolista del maestro de la escuela veneciana de ocultar los sexos y a la vez insinuarlos figuradamente en el tronco del árbol. Esa picardía de Maurente, al que mucho le placía, por otra parte, las imágenes religiosas, parece ocuparle todo su empeño, desatendiendo las proporciones de los brazos de la pareja edénica, representada más como Tarzán y Jane –personajes que seguramente mejor nutrían su imaginación– que como Adán y Eva. El motivo creacionista del primer hombre y la primera mujer antes de la expulsión del paraíso queda, en los pinceles de Lucho, impugnado por el carácter “evolucionista” del hombre-mono y su blonda compañera, “captados” en un momento de distención amorosa, ya sin la presencia del demonio. 

La rusticidad de la pintura de Lucho encuentra, sin embargo, detalles primorosos en la representación de las hojas y los frutos del árbol que dulcifican la composición y la tornan interesante desde el punto de vista de su unidad plástica y cromática.



Entre los muchos artistas reconocidos –Adolfo Nigro, Ernesto Aroztegui, Edgardo Ribeiro, Felipe Novoa, entre otros- que admiraban la obra de Lucho, en especial la escultórica, destaca Germán Cabrera (Las Piedras, 1903 - Montevideo, 1990). Era un apasionado de las expresiones llamadas populares, algo que se puede apreciar también en su obra llena de humor y osadía. Su serie de las Tectonas, tiende un puente con toda una producción cerámica de raíz popular, y que podemos cotejar, por ejemplo, con la obra de escultores autodidactas como Julio Cesar Coronel (Minas, 1944), Juan Artega (Villa Soriano, 1910-1999) y Sergio Isaías Demaría (Las Piedras, 1928-2015). Los exagerados atributos femeninos de las terracotas tienen en la obra de Cabrera un marco de tiempo más dilatado, lanzan sendas guiñadas de referencias al arte prehistórico –cual venus paleolíticas de barrio– y también al arte clásico, por las columnas, balcones y pórticos donde se apoyan estas matronas de generosas dotes. 





En una lectura de sentido inverso, en cierto sentido restrictiva, simplificadora, Nelson “Coco” Eguren (Treinta y Tres, 1923) aborda el tema de Dionisio Díaz, el niño héroe del Arroyo de Oro tomando como referencia a la escultura del afamado escultor José Belloni (Montevideo, 1882-1965), que bien conoce por estar emplazada en su ciudad natal. Lo que en la talla en piedra del héroe niño realizada por el autor de La Carreta, es una actitud serena y melancólica de Dionisio herido, cargando a su hermanita y arrimando sus testas dulcemente, en la interpretación escultórica de Eguren se transforma en expresión estoica, casi impasible. 

Eguren realiza varias versiones de la obra en arena y portland al frente de su casa en Maldonado, y las sitúa entre plantas, como dificultando la travesía del niño. Suple su carencia expresiva con estrategias de otro orden: en lugar del manto que cuelga del brazo del niño en el monumento de Belloni, el artista autodiacta le coloca una especie de cartera o yunque con cadena o cuerda, que pareciera hacer más pesada aún su carga y más encumbrado, por tanto, su heroísmo de niño doliente. 





La escultura en talla de madera encuentra un diálogo fructífero en dos grandes artistas del interior del país. Nos referimos a Claudio Silveira Silva (Río Branco, 1935 – Barcelona, 2007) y Manuel “Turco” Méndez (San Gregorio de Polanco, 1970). La obra tallada en maderas duras (lapacho, naranjo, peral) de Silveira, un privilegiado alumno de Adolfo Pastor, destaca por su potencia expresiva cercana a las corrientes de art brut. Toda la obra de Claudio Silveira Silva, también en grabado y pintura, se nutre del conocimiento y los temas del arte popular, de sus leyendas y sus motivos recurrentes, a menudo religiosos. El Turco Méndez, pescador del río Negro, en cambio, se sirve básicamente de los materiales que le proporciona el río y su vigor expresivo sondea una profundidad atávica.



Ambos artistas participan del mismo universo simbólico aunque sus obras pertenezcan a ámbitos separados dadas sus condiciones de exhibición y circulación cultural. La obra de Méndez está ligada al entorno natural donde vive, en San Gregorio de Polanco. La pieza más grande que ha realizado es una mano hecha con un árbol seco sobre la costa del río. Le podó las ramas y agregó un dedo ensamblado. La escultura denuncia la extracción ilícita de arena con fines comerciales, en un paraje sobre el río que posee una vista especialmente hermosa. Los turistas y vecinos van a tomarse fotos junto con el árbol o trepados a él. 

En la muñeca de la gran mano Manuel talló un reloj de pulsera con la inscripción “ES LA HORA DE…” Los puntos suspensivos se deben a que los pescadores no lograron ponerse de acuerdo en cómo debía continuar la frase. Si debía leerse “Es la hora de parar” (con la extracción de arena), o “Es la hora de ponerse a pensar” (en el daño a la naturaleza). El reloj tallado en el árbol es una expresión muy “otra”, que desentona con una noción sentimental y arcádica del paisaje. Es como el reverso de los dedos que el escultor chileno Mario Irarrázabal (Santiago, 1940) hizo emerger en la playa brava de Punta del Este. Los dedos del Turco parecen hundirse en la planicie de arena barriendo con toda ilusión decorativa y sensual: nos proponen una escena de lento y macabro estertor.

Los ejemplos de pintores formados que se sirven de sus conocimientos del art brut y del llamado bad painting, abundan. Merecen destacarse por una análoga energía denotativa las obras de José Luis “Tola” Invernizzi (Montevideo, 1918 – Piriápolis, 2001) y Rafael Cabella (Montevideo, 1932-1992). Aunque ambos fueron autodidactas, Tola Invernizzi fue adquiriendo con el correr del tiempo una vasta cultura plástica y literaria, llegando a ser docente grado máximos de la Escuela Nacional de Bellas Artes, mientras que Cabella, de formación perito agrónomo, llegó a la pintura de manera impulsiva y se puede decir que sostuvo intacto y sin cambiar su estilo pictórico  –a diferencia de Tola, que conoce inflexiones plásticas y medios expresivos varios– su nervio creativo. El uso del color, la pincelada gruesa, el ímpetu de ambos al acometer los temas figurativos parecen tocados por la misma cuerda musical, estridente y visceral.





Para culminar este breve periplo por los mundos transversales del arte otro y el arte moderno contemporáneo, quisiéramos detenernos en la obra del artista naïf Alejandro Yañez (Santa Lucía, 1972). Este artista ha hecho acopio de una producción considerable de pinturas que ostentan una imaginación minuciosa y fantásticamente controlada. Sus pinturas con temas del campo y de la ciudad evidencian un orden preciso: dibuja a lápiz sobre la imprimación blanca de la fibra unos paisajes perfectamente delineados con lujos de detalles, que luego va cubriendo poco a poco de colores saturados y contrastantes.

Su paciente curiosidad lo llevó a “practicar” observando reproducciones de obras de artistas canónicos, pese a que no es algo frecuente en su manera de trabajar. Alejandro “tradujo” a su lenguaje plástico piezas maestras de Joaquín Torres García (Montevideo, 1874-1949) y Leonilda González (Minuano, 1923 – Montevideo, 2017). En las versiones de Las lavanderas, una obra temprana del maestro del Universalismo Constructivo y el grabado emblemático de Leonilda perteneciente a la serie de Novias revolucionarias, Yañez, con trato límpido y emocional, respeta la médula de las obras: la estructura compositiva de Torres García, simplificada y límpida pero aún bucólica; y la denuncia social en la estampa de Leonilda.







Pero la síntesis, que no es copia, sino reelaboración meditada, modifica, por ejemplo, el grabado de Leonilda asegurándole un marco campestre –naturalmente tratándose de un carro- y el gesto ahora triunfal de las tres mujeres: le da un toque entusiasta y positivo a la obra.  La acusación original, con los rostros ceñudos y enojados que le imprimió González a su pieza, ha pasado a otra fase. En cierta forma Yañez las redime. Ya no son víctimas enojadas sino gloriosas princesas que recuperaron el cadáver de su compañera. 

La visión "ingenua" de Alejandro incorpora elementos que no pueden decirse desacertados, sino que deben entenderse a la luz de sus propios procesos internos de creación. El resultado de ambas visiones es en todo caso, de una fuerza icónica pareja. Nos recuerdan el concepto de Pathosformel de Aby Warburg, en el sentido de unas fórmulas patéticas y de emoción que resurgen en momentos históricos distantes, con motivos similares –Ninfas, serpientes, héroes–, energías mnemotécnicas que se cristalizan en puras y atrayentes imágenes.

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Imágenes

1. Adan y Eva según Lucho maurente Óleo sobre tela, 1971 (colección particular) y Adán y Eva según Tiziano, óleo sobre tela 1550.

2. Germán Cabrera: "Si no llega lo reviento", de la serie Tectonas.

3. Detalle de la estatua a Dionisio Díaz niño héroe de Treinta y Tres de Belloni (Foto Fedaro) y detalle de la estatua a Dionisio Díaz niño héroe de Treinta y Tres según Coco Euguren.

4. Talla en madera de Manuel "Turco" Méndez, medidas variables y la Virgen de Farruco de Claudio Silveira Silva, talla en madera policroma con incrustaciones en metal.

5. Las lavanderas de Joaquín Torres garcía, óleo sobre tela, 1903 y Las lavanderas según Alejandro Yañes, acrílico sobre fibra de 2014.

6. De la serie Las novias revolucionarias, xilografía de Leonilda González, 1968 y la versión en acrílico sobre fibra de Yañez de 2014.

Notas

1. En el marco del proyecto Arte Otro en Uruguay, llevado adelante desde 2007 a la fecha. Más información en www.arteotroenuruguay.blogspot.com

2. María Freire, “El pescador de la Paloma”, diario Acción, Montevideo 24 de mayo de 1972.

3. Exhibidos en una muestra relámpago en Casamario, Montevideo, el 1 de setiembre de 2017. Forman parte de una donación de 16 dibujos de Maurente que el galerista Enrique Gómez ofreció al proyecto Arte Otro en Uruguay.

4. Estuvo en exhibición en Arte Naïf en Uruguay, Fundación Unión, Montevideo, 6 de mayo - 7 de agosto 2015 y en el Primer encuentro uruguayo-brasileño de arte naïf en el Subte municipal, Montevideo, 1976.

Artículo firmado por Pablo Thiago Rocca en la revista La Pupila, Año 11, n°  50, Montevideo, Junio 2019, pp. 29-32