La casa de las máscaras en Villa Soriano



Hace diez años Eloísa Ibarra, en el marco del proyecto de investigación Arte otro en Uruguay, entrevistó a los dos hijos de Juan “Paco” Artega, fallecido una década antes, y tomó registros fotográficos de la casa de las máscaras en Villa Soriano. Con los datos aportados por sus entrevistas e imágenes, más unas estupendas fotos en blanco y negro que Pablo Bielli le había tomado al mismo Paco mucho tiempo antes, armamos la ficha del libro Otro Arte en Uruguay (Linardi y Risso, Montevideo, 2009): 

La “Casa de las Máscaras” de Juan Artega (Villa Santo Domingo de Soriano, 1910-1999) constituye uno de los atractivos turísticos de la villa más antigua del país. Don “Paco” Artega fue un obrero, changador y albañil de oficio, que se desempeñó principalmente en las casas de la zona. En sus ratos libres comenzó a decorar macetas y a realizar máscaras con arena y pórtland, como una manera grata de adornar su hogar. Empleaba piedritas o caracoles para componer los ojos y la nariz y se preocupaba de obtener diferentes gestos y facciones graciosas. Esta aspiración de diversidad contrasta con la regularidad con que dispone sus creaciones. Artega fue cubriendo con más de 80 máscaras (ingenuas, toscas, bien dotadas de color) buena parte de las paredes de la casa. Presentes en una intersección de calles, semejan un ejército de acendrada imaginación infantil, una sucesión insólita de rostros vigías encaramados en pretiles y ventanas que se encargarían de escrutar, no sin ciertas expresiones de impaciencia, tristeza, asombro o desaprobación, las tranquilas veredas del pueblo. La alternancia de cornamentas de ciervo impone una cuota de extrañeza al conjunto: a una primera impresión de gracia infantil nos sucede otra más inquietante, que refleja las complejidades y dubitaciones del artista adulto.





Fotos de Pablo Bielli. Años noventa.


Hoy, setiembre de 2018, hemos vuelto a visitar la Villa Soriano y a sorprendernos nuevamente por la imponencia de esos rostros modelados a mano, el colorido y el humor innato que los preside. A decir verdad, no se trata de máscaras propiamente, sino de simples caras y cabezas compactas, de rudas proporciones y frescura risueña, que cambian de aspecto según la luz del sol se proyecta sobre las facciones toscas, insinuadas. Algunas de esas piezas son macetones –las plantas como locos cabellos-, otras son tejas pintadas.

El tiempo ha pasado sobre esos rostros con narices de caracol y bocas fruncidas, sin que les quitara la alegría rústica, ni les ablandara el gesto grotesco y burlón (hay uno cuya nariz es un pene y el mentón está formado por un aparente escroto). Las “máscaras” están plenamente integradas a la fachada y al entorno, conviven con el paisaje sin fricciones, son como duendes y demonios tutelares del pueblo. 

Foto de Eloísa Ibarra, 2008.

Junto con las imágenes (vírgenes, cristos y santos con cabello humano) de la centenaria capilla de Santo Domingo, el enorme Artigas realizado hace unos años por José Moreira a encargo de Juan Estévez (todos los que trabajaron en el monumento, que incluye además un niño indio y un perro cimarrón, comenzaban con “J”), y el fascinante Museo casa de los Marfetan (una especie de gabinete de curiosidades históricas locales) se conforma un enclave de expresiones auténticamente populares, en el que la rudeza y hasta la misma fealdad en algunos casos (la mano de Artigas sosteniendo el mate), son parte natural, sine qua non, de su encanto.























Fotos de Pablo Thiago Rocca, 2018.