Ramón Guido Silva (Concordia 1918 - Villaguay 2013)



Poeta “semántico” como gustó llamarse en algún momento, tras su fallecimiento el pasado viernes 20 de setiembre, Ramón Guido Silva, Silvita o Cacho para sus familiares, pasó a engrosar esa triste nómina de artistas inclasificables y audaces que en vida se los trató con indiferencia. Creador de una obra que aspiraba a la integralidad de medios y recursos, tan despareja en calidades como diversa en motivos, hoy perduran apenas algunas pinturas sueltas, folletos que él mismo repartía y que algunos amigos guardaron con celo, y un libro de poemas publicado hace más de cincuenta años.

Hace apenas un mes, con motivo de su 95 cumpleaños, y aunque él no pudo estar presente, fuimos invitados a dar una charla en la Décima Bienal de Salto (una feliz coincidencia) y logramos tributarle un homenaje en la Casa de Gobierno de esa ciudad para finalmente efectuar la donación de dos de sus mejores pinturas (de las siete que perduraron) al Museo de Bellas Artes Irene O. Gallino, según su expresa voluntad.

Sabemos que tomó conocimiento de cómo aconteció el homenaje al día siguiente y nos ayuda pensar que al menos entonces supo de un reconocimiento en la ciudad en la que vivió por más de tres décadas (tributo al fin, aunque tardío).

Guido siempre se sintió un elegido por la divinidad y tal vez sabía que su obra discurría por otros caminos casi secretos y misteriosos. Llevó una vida larga y accidentada pero pletórica de creación y vuelo imaginativo.

Saludamos a familiares y amigos recordándolo con uno de sus poemas de “Impacto al infinito” (que otrora en declamaciones públicas fuera abucheado) que se titula precisamente “Recordación” y que es un llamado de atención y una crítica a la carencia de sentido de “nuestro” tiempo.


 “¡Murieron los relojes de cadena!...
Y en su lugar se luce
una pulsera.

Pulseras! Pulseras! Pulseras!
Pulseras!... Pulseras!... Pulseras!...

¿Dónde están
las fuertes cadenas
con que ataban los ríos de las horas
antiguas personas buenas?

Cadenas... cadenas... cadenas...

Sobre los vientres arrobados
de aquéllas personas buenas
brillaban silenciosas
en su orgullo de reinas.
Pero no eran agresivas
esas fuertes cadenas
-¡tenían el alma cándida!-
y noble la materia.

Hoy en su lugar lucimos
concreta una pulsera.
Mas, qué cambio de frente...
¡y qué maneras!

Las fábricas resoplan todo el día
para ofrecérnoslas.
Pero ¿qué hacen las fábricas, vacías,
después de tanto afán y cruel porfía?

Relojes, relojes, más relojes;
más relojes, más relojes, todavía...

Giran las ruedas, las correas bracean.
Ruedas gigantes y pequeñas ruedas.
Aulladas voces sobre la marea.
Los cables, van y vienen
con esquelas.
Y el ama sola
en silenciosa espera.

Relojes, relojes, más relojes;
más relojes, más relojes de pulsera.

Por todas partes y en feroz condena
¡montando las muñecas!
como arañas trepadas y mordiendo
los feroces relojes de pulsera.

Y qué blasón …
y aire, fuera!

Las agujas, fatídicas conversan
solamente de crímenes y guerra.
Los periódicos gritan.
Las emisoras velan.
Pasan los automóviles con secretos ¡que hielan!

Relojes, relojes, más relojes;
más relojes, más relojes de pulsera.

¡Ah!... Ya no existen las pausadas cadenas
con que ataban los ríos de las horas
en otro tiempo las personas buenas!...
¡En su lugar se mira
esa implacable guardia de pulseras!
Mientras somos más rápidos; mientras en el alma ¡nieva…!

Agujas, agujas, agujas;
Más agujas, más agujas, más agujas,
¡más agujas…
para los feroces relojes de pulsera!    




Guido Silva, “Recordación,” Impactos del Infinito, Montevideo, 1951.

Donaciones recientes


De Mariví Ugolino. Tres folletos-catálogos de la artista uruguaya Elsa Scavuzzo: “La ecología y el arte” en el Museo Nacional de Bellas Artes de Asunción, mayo de 1993 (con textos de Hugo Bogado y Mariví Ugolino); “Esculturas de Elsa Scavuzzo: bronces a la cera perdida” el Museo de Arte Americano de Maldonado, enero de 1994 (texto de Jorge Páez Vilaró); y “Elsa Scavuzzo” en la Embajada de Uruguay en Buenos Aires, agosto de 1996 (texto de Jorge Páez Vilaró).



De Juan Luis Martínez. Tres fotografías de Alfredo “Lucho” Maurente en su restaurante “El copetín con mariscos” (hoy inexistente). Autor desconocido, hacia 1960.


En la imagen, de izquierda a derecha:
España Andrade (actriz de la Comedia Nacional y profesora de Teatro), Ana Inés Cardoso (la niña sentada en un banquito, hija de María Élida), asomándose con gafas de sol, María Élida Marquizo (música y educadora, hoy el Centro Cultural de Rocha lleva su nombre), Alfredo “Lucho” Maurente, China Zorrilla (actriz), Edgardo Ribeiro (pintor) y delante de Ribeiro, Betty Fernández (también pintora, residente en la actualidad en España) y por último, de perfil, malla, sombrero y vaso en mano, Martha Nieves (pintora rochense que rescatara importantes esculturas de Lucho cuando la destrucción de su casa-restaurante).

El mundo de Serafín













Serafín Gándara Moscoso (1937) es natural de una localidad cercana a Pontevedra, hoy absorbida por la ciudad de las grandes rías. Arribó a Uruguay hace más de cincuenta años –su voz potente aún conserva el acento de origen– y su residencia en Salinas se caracteriza por una mezcla singular de estéticas encontradas. En su propiedad, más que las creaciones propias, que abundan, resalta su especial sentido de imbricación de diferentes objetos hallados o adquiridos en un espacio abierto –los jardines al frente de sus dos casas contiguas– que incorpora con un sentido muy colorido y ornamental, kitsch, en un estilo que podríamos bautizar como neobarroco mediterráneo: boyas y elementos de pesca se entreveran con esculturas de Yemayá y sirenas, anclas de barco, azulejos andaluces, bustos de Artigas, cigüeñas, macetones con el fondo de las paredes y los muros encalados de blanco con toques de azul marino y lila.






De ánimo muy expansivo, locuaz y sin remilgos a la hora de quejarse o criticar ciertos aspectos de la idiosincrasia local, este hombre mayor muestra una gran vitalidad –“Todo esto que ves acá lo hice solo” –y expresa con gestos y palabras una relación de amor y odio con su patria de adopción. 

Fue dueño de un hotel y de varias whisquerías. Por lo que pudimos captar en una corta y amable entrevista, su sentido para los negocios corre parejo con su ánimo efusivo y su humor desfachatado: “A esta casa la llamo la Casa del Borracho ¿Sabes por qué? Porque está llena de arcadas”.  El jardín está habitado por pequeñas esculturas en arena y cemento policromo de felinos mostrando sus fauces –“¡Ni te acerques que muerden!”-, varios bustos de Artigas y de “Varela, el patrón de la Escuela”. Esa forma de rima ingenua y directa –sin atisbo de retórica– es la que domina también la relación entre los objetos y los colores escogidos por Serafín. 

La búsqueda de un orden personal que no se ciña a reglas estéticas preconcebidas forma parte de su personal filosofía de vida. El frente de su casa destaca por el colorido y la fuerte personalidad y lo hacen un auténtico “artista otro”. Las anécdotas de su vida nutrirían una saga de novelas de aventuras, si alguien tuviera la voluntad de volcarlas al papel.