Es el arte ingenuo, arte por fuera de las escuelas, las
tendencias estéticas y comerciales de cada tiempo. De él se ocupa esta muestra,
ambiciosa por la cantidad y la
calidad de las obras presentadas, que para el espectador, sobre todo el no especializado, aportan la
gratificación de adentrarse en universos
donde la sorpresa, el placer, y aun el humor, van de la mano.
Cuando alguien que no es crítico ni entendido en arte entra en
la sala mayor de la Fundación
Unión, lo primero que llega a los ojos –que no son dominados por la voluntad,
simplemente van– es un paisaje de alegría. Un árbol de redonda copa, toda ella habitada por pequeñas
flores, sobre un pasto a su vez habitado
por pequeñas flores. Sólo el trazo marrón del tronco, en la mitad,
interrumpe ese doble juego
picadito, debajo de un cielo de tonos rosados y azules que ocupa los dos
extremos superiores del cuadro. ¿Por qué llama tanto esa delicada ventana,
que tiene algo de puntillista en su recreación como infantil de detalles
luminosos? Quizá porque se nos promete una exposición de arte naïf, que quiere
decir ingenuo, lo que implica probablemente –luego veremos que no siempre– un
cierto aire infantil, en lo que este término tiene de espontaneidad, de falta
de autoconciencia y de teoría, y de abundancia, en cambio, del placer de hacer
por el placer en sí. Según Nelson Di Maggio, entonces director de la
galería de arte de la Alianza Francesa, donde en 1977 se hizo una muestra
titulada Pintura ingenua uruguaya, “Son formas que no solicitan una doble
lectura y que eluden limpiamente el símbolo y la alegoría y no buscan penetrar
más allá de la superficie de las cosas vistas o imaginadas; su
percepción óptica les basta”.
No está mal para un espectador naif ir a ver arte naif. En un
recorrido completo pero que trae luego, como es inevitable, memorias
incompletas, nos dejamos llamar por las obras, lo que implica tratar de saber
algo de sus creadores.
La creadora de ese primer cuadro llamador, conjuro de
oscuridades, se llama Annie Namer. Nació en Hungría en 1930, emigró a Uruguay
después de vivir tres años en París, a consecuencia de la Segunda Guerra
Mundial. De esos antecedentes se podría esperar la generación de
trazos oscuros y torturados, pero las cosas que pinta Annie
delatan cualquier cosa menos oscuridad. Una novia en la copa de un árbol,
también habitada por un bebé en su canasto, un anciano, un par de niños;
una plantación de árboles rosados, una boda con su cortejo que incluye
la torta, los árboles, siempre. Por momentos, por el detalle, el pequeño
trazo, se evoca la textura de algunas escenografías que el gran Michel Ocelot
diseña para sus espléndidas animaciones.
Namer es una entre los artistas destacados por el curador de la
muestra, Pablo Thiago Rocca, que viene hace años estudiando, registrando,
poniendo bajo a mirada pública ese “arte otro” que va por fuera de
las galerías, las teorías estéticas, las pujas del mercado del arte y los
afanes críticos. En esta muestra hay obras de hombres y mujeres, algunos que
han transitado por los corredores de eso que llamamos “problemas mentales” y
han estado internados en instituciones donde la guía de algún tallerista de
arte les abrió las puertas de lo que tenían escondido y quería salir como
formas, colores, volúmenes. Otros fueron simplemente trabajadores, buenos
vecinos, animadores de gestas individuales y comunitarias, aventureros casi
inimaginables para nuestra prudencia ciudadana, solitarios, gente que de un
oficio pasó a otro con la naturalidad –y la seriedad– con la que un niño deja
un juego para enfrascarse en otro. Entre ellos hay gente que pinta, que
hace esculturas de distintos materiales, o miniaturas que florecen dentro
de una botella, o mosaicos recreando personajes ignotos o importantes, o que puede
hacer brotar un paisaje alucinado a partir de los objetos más corrientes, e
incluso contar otra historia, con encuentros de próceres con dioses. Son 29,
algunos han muerto, otros son muy mayores, y alguno apenas pasa la
juventud.
Thiago Rocca define para Brecha las características del arte
naif que hemos de considerar ejes de esta muestra: la supremacía del color, la
necesidad de colmar toda la superficie de la obra, el alejamiento del
naturalismo en pos de una
figuración emotiva o fantástica, la tendencia a contar historias, el
cuidado detallista, y sobre todo, una visión positiva y luminosa de la
existencia.
Sin embargo, un cuadro con una figura que parece un escueto
monje, con un animal al lado que podría ser un perro o un lobo, da una imagen algo lúgubre
e inquietante (y sin embargo, es San Francisco). Al
lado, otros cuadros sin “supremacía del color” y un aire que
podría ser cualquier cosa menos el resultado de “una visión
luminosa de la existencia”: uno que se llama “Poeta y
manzana” trae a un delgado hombre que tiene algo sumido e inquietante;
otro, con una carroza que se aleja por un camino flanqueado por árboles marrones, tiene como una seria
melancolía que bordea lo mortuorio. El crédito pertenece Lía Mainero Berro
(1902-1964).
“Sin duda, su obra es la menos naif de toda la muestra.
Pero es difícil que algún artista contenga todas las características
señaladas. En el caso de Lía Mainero, una mujer de carácter independiente y de
orígenes aristocráticos (bisnieta del presidente Berro), si bien hizo un
camino artístico por fuera de las corrientes pictóricas de su tiempo, realizó
muestras individuales, estuvo en salones nacionales y municipales, pero hay una
temática bien naif, recurrente en su obra: magos, bosques, juegos
de niñas, caminos perdidos, el tema de la pureza...”. (Ese ligero toque
amenazante que está en sus cuadros podría ser, entonces, el mismo que
albergan los cuentos infantiles tradicionales.) Lía no fue unánimemente
aprobada pero Eduardo Díaz Yepes dijo que ella “ofrece al espíritu
fatigado de tantas apreciaciones sobre técnica, ismos artísticos, unas
expresiones sensibles, de un mundo íntimo, lleno de poesía y gracia.
Expresiones dadas por una mano sensible, sabia e ignorante como la
de los niños. El elogio de la locura es el elogio de lo nacido sin artificios
que es en definitiva, la primera condición de la obra de arte. Condición que
Lía Mainero cumple sin darse cuenta del todo, como una planta nos da su flor
cumpliendo su destino hermoso.”
Como capturada por el universo que es o comprende lo infantil,
la mirada se dirige a un cuadro donde el mundo se replica, o se duplica:
múltiples figuras humanas en torno
a una suerte de plaza, que parecen, la mitad de ellas, paradas de cabeza. “De
hecho, se podría colgar al revés de cómo está colgado”, explica Thiago
Rocca. A su lado, en un árbol que tiene algo del mexicano árbol de la
vida, los niños cuelgan de flores o de ramas, como adornos vivos. Y en otro
más, sobre una mesa redonda, pequeñas figuras se deslizan en un tobogán, se
suben a un globo, arrastran una carretilla; es como un pedacito de
un Brueghel juguetón. Su autora es Alda Pereira (Tacuarembó, 1945), maestra e
inspectora de Primaria ya jubilada. Seguro que es la larga frecuentación de los
niños lo que imprime a su pintura ese toque pícaro, de humor y gracia, que
hace que hasta una representación de
Isadora Duncan en el momento de su
terrible muerte en automóvil, con la
larga bufanda que la causó, no pueda
escapar a un tono de juego.
Las mujeres representadas en la
muestra, además de las tres ya seña-
ladas, parecen ocuparse sobre todo de
temas que tienen que ver con el
sentimiento, y con la representación
misma de la mujer. Italia Ritorni (Mercedes,
1888 – 1986), firma “ Los novios”
“Muer con espejo”. Que tienen la apariencia que uno asocia a los cuadros
del siglo XIX, tanto por la temática como por su terminación cuidadosa y tersa.
Orfila Martins (Santana do Livramento, 1923 Rivera, 2011)
fimra un cuadro a la vez grácil y tieso, como son tiesas las figuras humanas
que a cierta edad dibujan lo niños: una mujer mira
al frente y la otra, un poco
más atrás, está de espaldas. Alicia Ferrari
(Artigas, 1949) trae una sirena envuelta
en un mar de distintos tonos de azul,
con un pequeño arco iris cercano
que nuclea a dos cabezas de mujer. Ferrari pasó por la Colonia Etchepare, donde comenzó
primero a pintar escenas urbanas para luego concentrarse
en sirenas, seres alados, diosas del mar. A
veces firma con otros nombres: la sirena de la
exposición lleva la firma de Eva Eunice.
La Colonia Etchepare, o su taller artístico,
parece fundamental en el derrotero de
algunos de estos artistas. También por
allí pasaron Alejandro Yanes (Santa Lucía, 1972), antes
trabajador rural y uno de los más
jóvenes de la muestra, cuyas pinturas
muestran paisajes perfectamente alineados,
como hechos con regla, con las casas,
árboles, personas, animales, bien ordenados,
pero oponiendo a la rigidez de las líneas un
colorido intenso y alegre. Y Daniel Barboza (Constitución, Salto, 1967), que
comenzó a pintar alentado por la tallerista Isabel Cavadini; el cuadro acá
presentado, hipopótamos sobre un paisaje de
atardecer, diseñados con múltiples rayitas
de colores, tienen toda la gracia
y el desparpajo que se espera del
arte ingenuo.
También Luis Borteiro (Carmelo, 1947 – Santa Lucía, 2011) empezó
a pintar bajo la guía de la tallerista Hilda Ferreira en la Colonia Etchepare:
marinas, escenas campesinas y coloridos
globos.
DE CIRCO, PLAYAS Y JARDINES.
Detrás de la obra ofrecida
hay historias de vida particulares, que
Thiago Rocca exploró, buscando quizás
identificar la génesis de ese fenómeno o actitud, esa
necesidad de crear cuando nada parece
señalar que hay que hacerlo. De
su trabajo diseñanado esos
perfiles de los artistas son los datos usados
en este artículo.
Orfila Martins provenía de una familia modesta
y con muchos hijos, trabajó de
peluquera y comenzó a pintar de mayor, a escondidas de
su marido. Italia Ritorni, de una
clase social acomodada, se casó por primera vez a los
70 años y “continuó pintando como si
todos los días despuntara el siglo”.
Y si de historias se trata, ninguna más curiosa
que la de Joaquín Medina (Paysandú 1899 1974).
Se escapó de su casa a los 9
años y se fue con un circo,
en el que llegó a ejecutar un
número espectacular: atado a un
trapecio, con una paleta en una mano
y los pinceles en la otra,
pintaba a 15 metros de altura, en
cada vaivén del trapecio, sobre una tela
fija apropiadamente colocada. Pero también fue
domador, blandengue, compositor de tangos,
vestuarista y escenógrafo del Carnaval de Paysandú, un cultivados
de muchso oficios que, una pena, no incluyó
entre ellos el de escritor, para dejar
sus memorias. Quizás tenías que ser alguien así para ser considerado
como “el verdadero iniciador de la
pintura ingenua uruguaya”. Uno de sus
cuadros en esta exposición “La familia”, tiene una aire
surrealista: de derecha a izquierda y de abajo hacia
arriba, describiendo un círculo, se ve
un cuadro caído, una mujer de perfil melancólico con
una niña prendida a su costado, la
silueta pequeña, la más lejana, de
un hombre que se aleja. En el otro, “El camino”, una larga fila de
niños marcha de espaldas, y sólo uno, entre
todos, está al revés, mirando al que
mira.
También de crónica popular y
agreste –esa que parecía perdida después de Paco
Espínola y Mario Arregui, y que está siendo retomada por
una nueva generación de escritores del
Interior, es la vida de Ramón Gallo (Concorida, 1949 – Paysandú 1998). No en
presencia sino en una fotografía puede
verse en la exposición una
inquietante y poderosa escultura, que se
con- serva en la Junta Local de
Quebracho: un enorme tronco –parece de
verdad, pero no lo es– con macetas
y pájaros, y una impresionante anaconda
emergiendo de él. La crónica dice
que estuvo en un circo, que
amaestraba perros y hacía cualquier
acrobacia con los caballos. Sus macetas
y esculturas –enanos de jardín, cisnes,
conejos– fueron una forma de ganarse
la vida, pero la mayor parte
de su obra se ha perdido, descontando el
“tronco”, el quiosquito El palo y algunos bustos de Artigas que donaba.
De un talante opuesto pero no
menos digno de memoria fue Américo Masaguez
(Montevideo, 1929 – Barros Blancos, 1999), que pasaba
copiando láminas desde la niñez y se convirtió, según su propia
definición, en un pintor mentiroso “porque
me gusta pintar lo que no tengo
ni puedo tener”. Se ganó la vida
pintando guardas decorativas en carros,
autos, camiones y ómnibus, y en su casa de Barros
Blancos pintó una pared de ladrillos
sobre una cortina, una estufa de leña
en la pared, un perro recibiendo
a la gente tras una puerta en
el porche. Una foto de la
exposición da cuenta de una de sus
ocurrencias: una estatua de Carlos Gardel
que había conectado con un tocadiscos, de
manera que la voz parecía salir de estatua, y que instaló al
frente de su casa allá por 1959.
Y si de vidas se trata, no puede faltar Alfredo “Lucho” Maurente
(San Carlos, 1910 – La Paloma, 1975), que murió el “año de la
orientalidad”, al saber de la destrucción
del viejo muelle en que vivía.
Maurente fue obrero de la construcción
y vendedor ambulante hasta que se
instaló en La Paloma, donde fue
pescador, eximio cocinero en el pequeño
restaurante instalado en su propio rancho, y
donde se hizo pintor y escultor: suyo son el Cristo de los
Pescadores, la sirena, el timonel en
el centro del balneario. Se asegura
que fue amigo, y motivo de inspiración,
de escritores como Haroldo Conti, Juan Carlos Legido, Silvina
Bullrich. Como muestra de la pintura de
Maurente –y de su espíritu–, se exhibe acá un gran cuadro de Adán y Eva que, en parte, parece inspirado
en el homónimo de Tiziano–: el pintor cubre con
hojas los genitales de ambas figuras, pero los incorpora, y bien la
vista, en el árbol. (Precisamente, el
Primer Encuentro Uruguayo-Brasileño de Arte Naïf, que se
desarrolló en el Subte Municipal en octubre y noviembre de 1976, homenajeaba al
artista de La
Paloma.) El rochense Alfredo Cuello (1972) es su último discípulo. Inspirado en sus obras, empezó a
crear las propias en arena y Pórtland, de las que la Virgen de San
Nicolás, ubicada en Punta Rubia, es
la de mayor porte.
DE CASAS, JARDINES Y PRÓCERES
Otra foto –única forma de que cosas perdidas o inamovibles lleguen a la exposición– muestra la peculiar obra de alguien con un nombre como inventado por Juceca. Para Arsenio Duarte, nacido en 1928 y fallecido el año pasado, su obra está en su propio jardín de Nico Pérez. Toda una instalación si las hay: televisores viejos, garrafas, tachos, muñecos, entre pasto y plantas. Arsenio le cobró tremenda afición al color después de trabajar muchos años en una carbonería en Las Palmas y quedar saturado del hollín que ennegrecía las paredes, los árboles y hasta personas y bichos. A su muerte, el jardín loco fue desmantelado.
Otra foto –única forma de que cosas perdidas o inamovibles lleguen a la exposición– muestra la peculiar obra de alguien con un nombre como inventado por Juceca. Para Arsenio Duarte, nacido en 1928 y fallecido el año pasado, su obra está en su propio jardín de Nico Pérez. Toda una instalación si las hay: televisores viejos, garrafas, tachos, muñecos, entre pasto y plantas. Arsenio le cobró tremenda afición al color después de trabajar muchos años en una carbonería en Las Palmas y quedar saturado del hollín que ennegrecía las paredes, los árboles y hasta personas y bichos. A su muerte, el jardín loco fue desmantelado.
También fue su propia casa la
destinataria de su talante e inspiración
para Juan “Paco” Artega (Soriano, 1910 – 1999). Changador y
albañil, a don Paco se le dio
primero por decorar macetas, y de ahí
por adornar su casa con máscaras
hechas con arena y pórtland, a las
que sumaba piedritas o caracoles para
remarcar ciertos rasgos. Más de
ochenta cubren las paredes de la casa
ubicada en una esquina, sorprendiendo con
sorna y humor a los paseantes
que van a ver o simplemente se
topan con la insólita Casa de las Máscaras.
Una de las expresiones más
significativas viene de un esmerado trabajo en
mosaicos. Guillermo Vitale (Montevideo, 1907 –
Buenos Aires, 1992), después de jubilarse, fue
tocado por la inspiración cuando se
le ocurrió adornar una maceta con unos
cuantos trozos de que encontró tirados en la
calle. A partir de ahí los mosaicos se combinaron, a veces con los
detalles más curiosos, para recrear
la imagen de íconos como Gardel, Florencio
Sánchez, Juana de Ibarbourou, o de personajes de
raigambre popular, como el padre Martín y el
peluquero Berozzo.
Pero si de sorpresas se
trata, no es la menor la fotografía
que muestra un encuentro entre Jesús y
Artigas, con dos secretarios tomando nota del acontecimiento.
Tiesas, el Cristo con túnica blanca y Artigas con uniforme azul, las
figuras parecen estar a punto de llegar a tomarse de
las manos. Hecho en arena y
pórtland, esta suerte de retablo
patrio-sagra- do es obra de Humberto
Rigali (Florida, 1928), telegrafista del Ejército jubilado en 1971,
radioaficionado –se asegura que transmitió en onda corta durante
años la palabra “paz” en 15 idiomas– y, claro,
autodidacta.
LA MADERA Y LA BOTELLA
En este recorrido incompleto y zigzagueante, dos
expresiones contrastantes llaman la atención. Un
relieve en madera muestra a las Madres de la
Plaza de Mayo de un lado y a militares
del otro. No hay que hacer
ningún esfuerzo para desentrañar la decidida ubicación del
autor en la contienda. José Castro, “Pepe” (España 1939),
llegado a Uruguay en 1946, tiene ascendencia
de carpinteros, y en madera son las
obras acá expuestas. Si el relieve
madres-militares tiene una fuerza tosca y evidente, otras
dos piezas de menor tamaño revelan un trabajo delicado, con
impulso narrativo, que incitan a una
contemplación capaz de extraer de allí varias historias.
Bien
cerca de esas esculturas, unas simples botellas muestran
en su interior completas escenas
tangueras en miniatura, pobladas por figuras y objetos
meticulosamente recreados a una escala
imposible. Y llama la atención el nombre del autor: Alberto Mastra
(1909-1976), que encima era zurdo, bien conocido por los tangueros por su carácter de guitarrista,
cantante y compositor, cuyas obras fueron
interpretadas por Troilo y Di Sarli,
y cantadas por Goyeneche y Lágrima
Ríos, entre otros. Si el tango es
un miriñaque de sentimientos encontrados,
Mastra supo prolongarlos en un gozoso trabajo artesanal.
Muchas obras y sus artistas
quedaron –injustamente– fuera de esta crónica. Al dejar la
exposición, un pensamiento naif de matiné
se permite imaginar que los niños
juguetones, los árboles iridiscentes, los
hipopótamos bonaoches, los Carlos Gardel pintados o
esculpidos, las tallas en madera o
cemento, puedan salir de su lugar para mezclarse entre sí y hacer mover
a esos caballos, esos indios, esas
sirenas, esa larga estirpe de figuras amargas o divertidas,
en un colorido e inocente aquelarre.
Cumpliendo su destino hermoso.
"Cumpliendo su destino hermoso", por Rosalba Oxandabart, Semanario Brecha, páginas 26-27, Montevideo, 5 de junio de 2015.
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