Culminando el Ciclo de Arte y Salud Mental llevado a cabo por Punto de Encuentro de la Dirección Nacional de Cultura (San José 1116, Montevideo), y como cierre del año, se presentará el músico Fernando Cabrera con un espectáculo de primerísimo nivel y entrada libre, el día jueves 20 de diciembre a las 20 hs.
La muestra ha tenido una intensa acogida por parte del público, que en muchos casos nos hizo llegar sus comentarios. Por otra parte, el Semanario Brecha publicó en su edición del día viernes 14 de diciembre, una extensa nota firmada por Betania Núñez, que da cuenta de la muestra y de la situación de los artistas en la Colonia Etchepare.
Invitamos al público a disfrutar de los últimos días de exhibición de Meditaciones triádicas y del cierre con el espectáculo de Fernando Cabrera, que engalana la muestra. A continuación transcribimos algunos textos de sala referentes a los artistas y sus obras.
La vida no le fue sencilla a Cristina Pintos (Montevideo,
1948). Una sucesión de circunstancias adversas –perdió al compañero y a su
vivienda casi al mismo tiempo–, la empujaron a “situación de calle”, eufemismo
con el que designamos el arrebato al derecho humano del hogar propio. Tras un
tiempo de vivir sin techo en la principal avenida de Montevideo, ingresó a la
Colonia Etchepare en el 2011. Cristina es muy reservada y elige para pintar
siempre el mismo rincón en el Centro Educativo de la Colonia, que ella misma
ordena, en soledad. No se siente en condiciones de pintar del natural y
prefirió probar suerte con reproducciones de cuadros de Cézanne. Paisaje de
paisajes, sus pinturas son una ventana distinta por la que vemos también la
riqueza de una interioridad luminosa, resplandeciente de matices y contrastes.
No es simple copia su trabajo. Es una recreación libre de fragmentos de
naturaleza cezanniana, reordenados en manchas de entonado cromatismo: expresión
de una visión interior que anhela la integración plena del espacio (aún no
lograda en la separación de los planos pero sugerida por el color de fondo del
papel, que los unifica). Las casas aparecen en el bosque como una promesa de
calidez, las masas de tierra y vegetación vibran con una cromática “fresca”
cuya intensidad –no su técnica– nos evoca a la escuela planista. En Cristina
Pintos el color es un camino y a la vez una forma de habitar la pintura.
La
infancia y adolescencia de Alberto Méndez (San José, 1958) transcurrió en el campo,
pero la muerte de su padre precipitó el traslado de la familia a la ciudad.
Alberto nunca logró adaptarse al ambiente citadino y comenzaron entonces las
descompensaciones psíquicas que lo condujeron a la Colonia Etchepare, a fines
de los años noventa.
Hace unos
cinco años Alberto comenzó a recuperar su experiencia rural a través del arte.
Los jinetes, las faenas del campo y en especial, los animales de granja – caballos,
cabras, terneros, conejos, pavos, gallinas– comenzaron a cobrar vida con una
línea muy delgada y “llovida”, guiada por una agudo sentido de la observación o
recuerdo vívido: yeguas pariendo, aves de corral guiando a sus crías, gatos
acicalándose, etc. La libertad e imaginación de estas obras, tan numerosas como
originales en su formulación y auténticas en su sentimiento, le dieron bríos
para continuar y no faltaron entusiastas y compradores –locales y extranjeros–
que adquirieron estos trabajos y le propusieron exposiciones. Pero Alberto, una
persona amable y tranquila, de “perfil bajo”, no se contentó con estos logros
sino que prosiguió con audacia su vocación artística. En sus nuevas creaciones
se anima al color –que consigue personalmente con raras mezclas– y los motivos
han virado desde aquella descripción lineal del comportamiento gregario de los
animales a la identificación de figuras animales en solitario. Sus personajes
preservan la gracia de las exageradas “facciones” –largos bigotes para gatos,
colas como palmas, ojos con expresivas pestañas para caballos y perros– pero la vigorosa síntesis de sus
pinturas desemboca en orden simbólico distinto, en donde cada animal parece ir
ocupando, como un tótem, el centro de una mitología personal.
Tuvo una existencia longeva de la que sabemos poco, salvo
que permaneció más de sesenta años en un psiquiátrico y que dejó una obra
intensa, aunque lamentablemente (la que ha llegado hasta nosotros) muy escasa.
Ergasto Monichón (San José, 1891-1987) era cantante de ópera en el Teatro Colón
de Buenos Aires y es posible –no documentado– que llegara a cantar también en
París. En 1927 ingresa al Hospital Vilardebó padeciendo alucinaciones y es
trasladado a la Colonia Etchepare donde transcurrirá el resto de su vida. Sus
familiares lo recuerdan como un hombre sereno y cariñoso. Sus dibujos dan
cuenta además de una gran cultura y sensibilidad. Posee un trazo muy fino y
envolvente, de pulso ligero y bien dotado para el claroscuro. Con hojas blancas
y simples lápices de colores logra desarrollar atmósferas barrocas en donde se
entremezcla el drama, la sensualidad y el misticismo. Sus temas predilectos son
las escenas bíblicas y los sucesos históricos que recrea con los gestos
histriónicos de las figuras y el medido erotismo de las poses. Sus personajes
de grandes ojos y cabellos ensortijados viven el suplicio o la gloria supremos:
han sido tocados por un destino mayor que los ilumina. Los dibujos de Monichón
parecen captar siempre ese momento preciso y precioso de la apoteosis y la
entrega.
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