Javiel Cabrera en los medios IV


Cuarta parte de la recopilación de artículos en la prensa, notas de radio y  TV, de la exposición Javiel Raúl Cabrera: entre el olvido y la leyenda, que se llevó a cabo en el Museo Nacional de Artes Visuales de Montevideo entre noviembre de 2019 y  febrero de 2020.

En esta exposición se presentaron más de cien obras del artista entre acuarelas, óleos y dibujos. El cuarenta por ciento proviene de colecciones públicas (Museo Nacional de Artes Visuales, Museo de San José de Mayo, Museo Figari, Instituto Escuela Nacional de Bellas Artes de la Universidad de la República) mientras que el resto proviene de colecciones particulares.

La mayor parte de las obras exhibidas fueron acuarelas (80) y de ellas destacan un número elevado de piezas de los años cuarenta del siglo pasado, la etapa de mayor esplendor creativo de Cabrera.

Se reúnen, además, por primera vez, un número relevante de pinturas al óleo y dibujos, entre los que destacan retratos de sus amigos, así como autorretratos de diferentes épocas. Por último, caber señalar que se exhiben documentos inéditos: cartas y borradores de conferencias escritos por Cabrera, útiles personales y fotografías nunca antes exhibidas.

Compartimos algunas de las notas aparecidas en la prensa y la televisión:




La Diaria. Riccardo Boglione, "Repetición y misterio: Javiel Raúl Cabrera. Entre el olvido y la leyenda"  Nota publicada el 10 de enero de 2020, Montevideo.


Melena en general clara, ordenada, ojos negros cuyas pupilas apuntan, esquivas, ligeramente arriba de la hipotética mirada del espectador, manos cruzadas (o que apenas se rozan) con un brazo más alto que el otro. A menudo frontales, más raramente de perfil, en contadas poses. En una palabra, hieratismo, pero siempre un poco hastiadas: así aparecen casi todas las niñas –o, mejor dicho, la Niña– que se multiplican en un sinnúmero de cuadros de Javiel Raúl Cabrera en Entre el olvido y la leyenda, exposición que Pablo Thiago Rocca curó para el Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV). 

Cabrerita, apodo con el que comúnmente se lo llamaba y se lo llama –nacido en 1919 y protagonista de una vida por cierto difícil y que invadió por completo, en ímpetus románticos, varios de los discursos, críticos y no, sobre su figura (sobre todo sus internaciones por enfermedad mental)–, ha sido considerado uno de estos pintores obsesionados por un solo sujeto, la nena rubia, aunque –y esta muestra ayuda y mucho a corregir el dato– a lo largo de más de cuatro décadas de trabajo aparecen en su universo otros temas. 

Sin embargo, es innegable esta presencia constante en sus hazañas pictóricas, lo cual lleva a pensar en búsquedas metafísicas, o metafísicamente cargadas, de una condición ideal: aquí la tentación de atribuirle el carácter de un anhelado estado virginal (creativo y, en definitiva, vital) es fuerte, sobre todo si se piensa que era uno de los objetivos de la (un poco confusa) filosofía del compañero de ruta del arranque artístico del pintor, y su gran amigo a lo largo de la vida, el poeta José Parrilla, fundador del “esterismo”, con quien incluso pasó una temporada en Europa en los 80, luego de tres décadas de internación. 

Parrilla, recuerda Rocca, en sus escritos habla de una párvula que representaría “el eterno femenino que, en cuanto arquetipo de puridad, cristalizaría una conexión con lo Absoluto” (y efectivamente es bien espeso el aire esotérico que se respira en varios trabajos cabrerianos). Asombra, a la vez, cómo esta figura un poco enigmática atravesó intacta las varias fases, cinco según el curador, que marcan la larga trayectoria de Cabrera, vale decir en momentos aurorales de su labor artística, durante tiempos terribles (la infinita estadía en la Colonia Etchepare, donde fue sometido a electroshocks y otras durezas) y en otros por cierto más serenos (luego de que fuera a vivir con una familia de Santa Lucía, ya alejado del hospital psiquiátrico, en tranquilidad). 


Así, y la insistencia se propaga a lo largo de las paredes del museo con un ritmo bastante vertiginoso, tal vez no sería erróneo buscar en tensiones eróticas sublimadas (puramente intelectuales) semejante reiteración: lo más revelador podría ser una acuarela sin título de los 40 en la que aparecen varias figuras femeninas, dos de pecho desnudo, con una que parece domar una serpiente gigantesca. Ningún Balthus oriental, quede claro (las niñas, contrariamente a las del polaco-francés, nunca hacen nada realmente perturbador), pero quizá una posibilidad interpretativa (y tal vez en sentido estrictamente freudiano: deserotizar el sujeto –impasible, los ojos en el vacío– para volver el deseo socialmente aceptable).

Queda claro que es cada vez más difícil pensar en este artista como un naíf, algo que se hizo: sus cuadros, además del ascendiente de Torres García –sobre el que justamente el curador insiste–, trasudan influencias más o menos cultas, entre ellas toques de arte oriental, pizcas de art nouveau, moléculas medievales (entre los vitrales de Chartres y Simone Martini), ecos del planismo –ver el Retrato de Carlos Maggi de 1940– y un probable etcétera. El dominio de la técnica, también, tanto por lo que concierne a la línea como al color, es magistral, y los registros son diversos y siempre atrapantes: telarañas de imágenes diminutas elaboradas con pericia imperiosa codo a codo con rostros expresionistas o simplificaciones tajantes; croquis geometrizantes en paralelo a retratos de líneas sedosas y sinuosas. Si es cierto que hay rastros de constructivismos en algún pliegue cabreriano, las piezas dan cuenta de un artista con una voz absolutamente única en la plástica uruguaya –para alguien torresgarcianamente ortodoxo, aun dentro de su idiosincrasia, basta entrar en la sala contigua y ver Homenaje a Julio Alpuy–, dueño de alumbrantes soluciones formales y composiciones programáticamente misteriosas (y, en efecto, entre las cosas menores se pueden contar algunas escenas religiosas, encorsetadas por el tema “dado”).

La muestra presenta un vistoso desequilibrio: buena parte de lo expuesto pertenece a los años 40, prolíficos y sin duda de los más estimulantes visualmente. Pero lo que puede parecer una debilidad (por si se quisiera un equitativo panorama del artista) tiene, creo, una razón concreta: la exhibición funciona como una especie de “segunda parte” de Donación Raúl Javiel Cabrera Cabrerita, exhibida en el mismo lugar en marzo de 2018, siempre bajo el cuidado de Rocca. En aquel momento se expuso la ingente donación de piezas de Cabrera que Fernande Dalézio, viuda de Parrilla, hizo al MNAV –hasta aquel momento muy deficitario, a nivel de acervo, con respecto a este artista–, en la que la distribución temporal fue más ecuánime. De todas formas, Entre el olvido y la leyenda abunda en material poco (o nunca) visto y muy valioso, cuya proveniencia se divide equitativamente entre colecciones privadas e instituciones públicas: cartas, programas, afiches, libros, además de obras de su fase inicial, de estudios y bocetos, algún óleo (Cabrerita fue esencialmente acuarelista) y, como cereza, cuatro asombrosos autorretratos (cronológica y estilísticamente muy distantes uno del otro, y sin embargo los cuatro muy “cabrerianos”). Sin ninguna duda los contornos de Cabrerita se hacen más definidos –reiterando e incluso aumentando la centralidad de este artista en el panorama nacional– una vez atravesada la exposición.


Javiel Raúl Cabrera. Entre el olvido y la leyenda. Curador: Pablo Thiago Rocca. Museo Nacional de Artes Visuales (Tomás Giribaldi 2283). Hasta el 2 de febrero.

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Revista DOSSIER, Daniel Tomasini "Javiel Raúl Cabrera. La dimensión desconocida" . Nota publicada el 9 de enero de 2020, Montevideo.


Javiel Raúl Cabrera, Cabrerita, es un artista uruguayo que trabajó entre las décadas de 1940 y de 1980 y es, a nuestro criterio, tan particular en su obra como en su persona. Vivió muchos años recluido en clínicas psiquiátricas, donde la pintura le posibilitó el nexo con la propia existencia y con la gente. Acaso haya una conexión entre sus deficiencias mentales y su arte, en tanto no sólo desde el punto de vista estético ‒de las categorías estéticas‒, sino desde el propio punto de vista artístico, su obra es un profundo misterio. Para Cabrerita, los términos del lenguaje usual del arte no significaban lo mismo que para un académico o un crítico. Tenía –y posiblemente no tenía en muchos casos‒ una idea particular de lo que en la jerga artística se denomina representación, figuración, abstracción, etcétera. Incluso su propia idea de la geometría en el arte era particular, como lo era su idea de estilo, entre otras. Posiblemente, es a raíz de esta divergencia conceptual que Cabrerita hace lo que hace. Y lo que hace –que se puede apreciar en la magnífica retrospectiva organizada por el Museo Nacional de Artes Visuales– es algo que no se puede explicar ni siquiera en los términos arriba mencionados.


Es interesante subrayar que el maestro Torres García lo había calificado de “enigma” y, sobre todo, destacó su condición de pintor en función de su factura plástica. Nosotros diríamos que es un gran pintor y, posiblemente –término que no agrada en general porque se considera elitista–, un genio en su arte. Aunque las comparaciones son odiosas, nos tomamos la libertad de comparar desde el punto de vista del discurso a este artista con Pablo Picasso. El maestro español ha declarado públicamente que nunca había pensado cómo hacer una pintura y que, puesto a trabajar, el propio desarrollo de la obra le indicaba los pasos a seguir. Recién finalizada la pintura podía verla y comenzar a estudiarla. Este procedimiento, particular de los grandes artistas, sugiere una actitud intuitiva casi mediúmnica, donde el artista sería un vehículo de su propia inspiración, que obviamente no surge de una especulación racional lógico-procedimental.

Nos imaginamos a Cabrerita en la misma situación. Y lo notable es que lo logra a partir de una particular forma de accionar (de pintar), en la que la técnica surge de las necesidades comunicativas. Nos referimos a la pincelada, el tratamiento del color, los planos, etcétera. Lo que queremos decir –un poco intentando despejar lo que Torres García denominó “enigma”– es que este pintor no puede encasillarse en ningún lugar específico dentro de la pintura, descontando los lugares comunes de pintor figurativo, con tratamiento de color abstracto, de contenido icónico, etcétera, porque se trata de un artista, como pocos, que deja abierto un camino hacia la percepción de lo desconocido. Este lugar se encuentra fuera de la obra, pero ella indica el camino. Este razonamiento no es fácil de explicar, pero el observador sensible lo entenderá perfectamente.

Toda la especulación sobre sus “niñas virginales” (que los comentaristas, desde una perspectiva religiosa seguramente, asocian a la pureza, como si fueran impuras las mujeres que no son vírgenes) se diluye ante el impacto directo de la mirada, mientras que el propio Cabrerita había dicho que sólo se trata de poesía. Y es verdad. La pintura de Cabrerita son versos de la más alta pureza estética –si se puede hablar así en esta contemporaneidad–. Esto indica que es un pintor que accede a demostrar en forma de pintura ciertos conceptos que son indefinibles por la latitud gnoseológica que contienen. La vida y la muerte son conceptos indecibles en este mismo sentido. La pureza, la inocencia, la claridad del alma o del espíritu participan en esta naturaleza, y Cabrerita –despojado de doctrinas escolásticas, ideológicas y estéticas– logra abrir una dimensión hacia lo desconocido que es posiblemente de la que nos hablan los grandes místicos. Esto no quiere decir que Cabrerita sea un místico, aunque tal vez lo sea en tanto pintor, lo que confirmaría su ejemplo como sui generis.

Hay que considerar sobre todas las cosas –porque la pintura se hace con materia–, la propia forma de pintar de este artista. Obviamente liberado de todo tipo de influencia –podría detectarse una ligera obsesión con cierto hieratismo egipcio en el tratamiento de brazos y manos–, el artista coloca el color de una manera tan sorprendente como efectiva, a la vez audaz y profundamente sutil.

En lo personal, nos hace recordar por analogía ciertos versos del Tao de Lao Tsé, donde las paradojas y las contradicciones son tan herméticas como iluminadoras. Se dirá que volvemos a conectar a Cabrerita con la filosofía y con el misticismo; no obstante, no encontramos otra manera de transmitir la impresión visual de su obra con palabras. Lo que realmente importa es que estamos ante la presencia de una personalidad única que produce una obra única.


Un observador desprevenido dirá: “Bueno, siempre representa las niñas, que con alguna variación podría ser siempre la misma”. Esta observación no es válida porque, en realidad, como hemos dicho, la figura de la niña en Cabrerita, elegida como ícono, es el velo o el ardid que recubre un concepto mucho más profundo, como hemos explicado. Por lo demás, cada una de sus niñas es irrepetible, es nueva y se debe inaugurar con cada pintura. El observador ante esta condición inaugural se encuentra interpelado –casi atravesado– por la mirada de esas niñas, que escapa a cualquier definición. Por este motivo, decimos que Cabrerita nos abre el camino a la percepción de una dimensión desconocida, más allá del tiempo y del espacio, más allá de la condición etérea y fisiológica de la vida y más allá, tal vez, de la muerte.

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Nota de Diego Bernabé, para Telemundo 12, Canal de televisión abierta del 29 de enero de 2020, Montevideo, Uruguay. 


Para ver el video haga click aquí NOTA DE TELE


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