¿Qué es de la vida de… Zapicán?


En febrero de 2021 nos encontramos en la feria con su compañera, Lupe, y le preguntamos cómo estaba Alberto Zapicán (Lavalleja, 1927). Nos dijo que había estado muy mal, pero que ahora estaba recuperándose. Quedamos en visitarlo esa misma semana y a los pocos días estábamos internándonos en el montecito de eucaliptos que, a modo de silvestre alameda, preludia su casa. 

Con sus 94 años a cuestas, imaginamos que íbamos a encontrar un viejito poco menos que postrado. Temíamos por su salud física y anímica, pues una recuperación por problemas respiratorios pasados los noventa años de edad no es cosa sencilla. Pero nuestra sorpresa no fue menor cuando lo vimos con la misma energía inaudita y el entusiasmo contagioso de siempre: acababa de publicar la segunda edición de un libro con textos y dibujos de su autoría (Escribir para qué...? edición de autor, impreso en Uruguay, 2020). Se movía con una elasticidad y ligereza realmente envidiable. ¿Cuál es el secreto de Alberto? De sus ojos salían destellos de picardía. Lucía su clásica vincha y el aire de chamán que lo caracteriza. En su casa – taller todo estaba en orden y limpio. Aquí y allá vimos alguna talla a medio hacer. Trabajo para las manos no le faltaba. Mientras charlábamos llegaron visitas, cuestión usual en su vida cotidiana. Son vecinos o amigos que llegan buscando un consejo, un consuelo, una ayuda. Zapicán conoce las palabras y los silencios precisos. Recorrí la casa tomando fotos. Luego nos pusimos al día, charlando. Me mostró el libro que le envió su amigo Nicanor Parra (1914-2018), otro longevo, poco antes de morir. Nos enseñó sus últimos trabajos con palmas: unas cabezas de elefantes con toques dorados, unas máscaras grandes que tienen algo de mapuche, todo muy colorido. Intercambiamos regalos. Nosotros elegimos una cabeza de elefante, símbolo de poder, sabiduría, memoria y longevidad. En cierto modo, y con toda la carga lúdica que suponen, esas piezas de elefante son una continuidad de sus atributos personales. Por eso nos sentimos autorizados a repetir lo que dijimos hace más de una década:


Con las peripecias de Alberto Zapicán se podrían escribir varias novelas. Salvo que él se ha tomado el trabajo, o el placer, de vivirlas, y nadie sino él podría reemprender su relato. Criado en el campo profundo, nieto de españoles y charrúas, comenzó a leer y escribir recién a los dieciséis años. Fue autodidacta integral: desde la cerámica, la pintura y el grabado, pasando por la música, el canto y la poesía, hasta llegar a la construcción de su actual casa-escultura en Neptunia. De joven se fue a vivir al “norte” con comunidades del Amazonas, donde comenzó a reconocerse como parte de la nación indígena. Participó en la primera marcha de los cañeros junto con Sendic. Fue amigo de Miguel Bresciano y de Yamandú Palacios. Participó de las primeras acciones tupamaras, fue preso y torturado. Emigró a Chile, donde amistó con Violeta Parra y con quien llevó a cabo canciones de resonancia mundial. Con el conjunto musical los Curacas recopiló músicas de tradiciones andinas, y por encargo realizó reproducciones de cerámica antigua para los principales museos precolombinos de América. Nada de esto explica, sin embargo, el carisma que emana de su enjuta figura. En los años 70 ocuparon una vieja iglesia en Santiago donde se hicieron cargo de niños “propios y ajenos”. Para entretenerlos y motivarlos, Zapicán comenzó a desarmar electrodomésticos que recogía de las calles y con sus desechos armó collages con figuras de animales. Estas simples “ocurrencias” como las llama, poseen la fuerza de una reconversión espontánea. Los fríos elementos y las energías agotadas del mundo civilizado pasan a transformarse en emblemas de fantasía y libertad. Junto con sus esculturas al aire libre y su casa-taller de luthier-constructor-artista plástico, Zapicán ha transformado su entorno en un libro abierto a las historias sorprendentes y las enseñanzas de vida.




































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