La noche del 27 de marzo pasado, en momentos que se
desmontaba en Dodecá su primera
muestra individual en Montevideo, falleció en Holanda Gorki Bollar. Este pintor uruguayo de singularísima
trayectoria tenía su pequeño atelier instalado en Ámsterdam, desde hace cuatro
décadas. A principios de los años sesenta Gorki asistió al taller de José
Gurvich en el Cerro y con un grupo de alumnos y colegas fundó el grupo “Taller
Montevideo” (TM), que realizó varias exposiciones colectivas en Uruguay
continuando la línea estética del Universalismo Constructivo. Obtenida una beca
para viajar Europa en 1966, los cuatro artistas más activos del TM –Armando Bergallo,
Héctor Vilche, Clara Scremini y el propio Gorki, luego se le uniría Ernesto
Vila y Susana do Pazo–, se volcaron hacia un arte más experimental y
rupturista, ligado al cinetismo y las performances callejeras.
Alcanzaron un sitial de destaque en las
neovanguardias europeas y norteamericanas del momento (actuaron en París, en
Londres, en Chicago, representaron a Uruguay en la Bienal de Venecia). El
legendario grupo continuó trabajando con variaciones en su integración hasta
los albores del siglo XXI, pero Gorki se había separado a mediados de los años
setenta para instalarse en Ámsterdam y dedicarse de lleno a la pintura, a la
que, por otra parte, nunca había abandonado del todo.
Mantuvo a lo largo del
tiempo una estrecha amistad con los otros tres fundadores del TM –todos aún muy activos en Holanda y en
Francia- así como con sus vínculos en Montevideo. De hecho mantenía un contacto
epistolar a través de cartas postales, e-mails y vía facebook, con una red de
artistas y amigos uruguayos, con una frecuencia asombrosa. Nunca dejaba de
responder un mensaje. Al igual que en su pintura, en su correspondencia Gorki
transmitía un aire de cordialidad y delicada contención. Era muy reservado y
evitaba las confidencias. Sin embargo, en una oportunidad se aventuró -con su
estilo cauto- a contar algo de su historia:
“Bollar, mi apellido, viene del
nombre de un pueblo de la provincia de Vizcaya. Mis abuelos paternos ya
habitaban en el Departamento de Treinta y Tres, donde tenían campo para
dedicarse a la agricultura. Mi padre, Tomás Bollar, perteneció allá por los
años treinta a una organización anarquista, llamada Lucha Libertaria, la cual
había contribuido a formar al lado de un grupo de compañeros. Publicaban textos y poesías
relacionados con sus ideas; había entre ellos quienes escribían y otros que
pintaban y exponían sus obras. (Su escritor favorito era Máximo Gorki, y por
eso me dió su nombre). Todo esto sucedía en Treinta y Tres. Hacia 1939 mi padre
se establece en Montevideo, donde trabaja como jefe de personal de una empresa
de Montevideo. Aquejado por problemas de salud, mi padre falleció a temprana
edad, en 1952. Me fue posible llegar a conocer su idealismo y convicciones.
Elementos que más tarde encontraría en José Gurvich y su entorno. Conocí a
Gurvich a través de Armando Bergallo y Héctor Vilche, que iban los domingos a
pintar al Cerro. Gurvich dijo reconocer un primitivo en mí […] A los pocos
meses, en 1962, fui invitado, junto con Bergallo y Vilche, a exponer en Amigos
del Arte, que quedaba entonces en la calle Juan Carlos Gómez , siendo ésa mi
primera exposición.”
Hasta hace muy poco, en Uruguay se desconocía su obra o se
subvalorada. Los obstáculos para su asimilación no radican tanto en la
inaccesibilidad de los originales como en su incómoda clasificación. Primero
fue un pintor constructivo, más tarde incursionó en la pura abstracción (como
telón de fondo a las creaciones del TM), luego realizó una figuración que al
primer golpe de vista recordaba a los pintores naïf.
Un estudio más detenido
revela una increíble coherencia pictórica que se manifiesta y perdura en la
sutileza de la línea, en la riqueza tonal y en una estructuración “de bajo
ruido”, es decir, no marcada con cuadrícula ni con regla áurea. Es una pintura
que lejos de ser anecdótica o de carecer de conflictos, acomete la
extraordinaria aventura de transmitir estados anímicos sutiles, iluminaciones
secretas, melancolías silenciosas, como si pintara sueños (pero no en la clave
estentórea y pesadillesca de los surrealistas).
La manera en que dispone sus
personajes –léase personas, animales, bicicletas o copas de árboles– y los
detalla con paciente destreza de miniaturista, nos obliga a pensar qué lugar
ocupan en su pequeño mundo colorido, qué funciones cumplen, y por reflejo
especular, qué papel jugamos nosotros, los contempladores de esas escenas
luminosas y tocadas por el misterio. Reflexionando sobre su maestro Gurvich,
Gorki escribió: “siempre he sentido que través de sus lecciones uno recibía una
energía para continuar trabajando toda la vida. Como él decía: -‘...la pintura
es una cosa que lo agarra a uno y ya no lo suelta más’.” La pintura no abandonó
jamás a Gorki. Fue el barco por el que navega aún su imaginación, impulsada por
una brisa fresca o como por arte de encanto.
Nota publicada por Pablo Thiago Rocca en Brecha, Nº 1533 p. 27, 10 de abril 2015.
Imagen de Gorki del año 1967, gentileza de Walter Diconca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario